Acabo de leer un libro que es, en realidad, un texto que, como habría dicho José Carlos Mariátegui (y, en verdad, lo dijo en el colofón que escribió para «La casa de cartón»), es un «acápite largo, como los editoriales del Dr. Clemente Palma». Pero, claro, a pesar de tal semejanza, referida a la falta de los consabidos «puntos y aparte», el texto de que hablo tiene sus propias y «no negociables» particularidades. Primero: no creo que un editorial redactado por el hijo de nuestro insigne tradicionista haya alcanzado treinta páginas como el texto de que hablo; segundo: aquí, el signo de puntuación privilegiado (el que abunda) es el punto y coma (;); tercero: debido, precisamente, a lo que acabo de decir, lo que prevalece al inicio de las frases (excepto en veinte -como ven, las he contado-; en los nombres propios y en un adjetivo -concretamente, «Senderista») son las letras minúsculas. Y, algo más (ahora me refiero a lo que sería el «fondo» del asunto): no es un texto a través del cual su autor se ocupe, puntualmente, por ejemplo, de un tema coyuntural de carácter político o social, o cosas por el estilo, y, por cierto, no busca dar a conocer la posición u opinión de determinado medio periodístico (que es lo que, usualmente, hacen los editoriales). Ah, caramba, ¿entonces qué es?, me preguntarán. Pues, diría que es algo más o menos inclasificable, pero que bien podría ser nombrado (con algo de exageración, posiblemente) como «monólogo interior», porque es el discurrir de las ideas, unas tras otras, agolpadas (casi a borbotones), de una persona que reflexiona, analiza, cuestiona, se indigna, interroga y se responde, expone, propone, etc., sin que al frente tenga, al menos, un interlocutor, es decir, sin diálogo alguno. Ideas agolpadas, dije. Pero ¿ese agolpamiento supone, tal vez, que en el texto se ponga de manifiesto un desorden, un caos de los mil demonios? ¿Podríamos, echando mano a una alusión un tanto burda o grotesca, decir que estamos ante algo parecido a una «chanfaina» (o, para que suene peruano, «chanfainita»)? No, porque, aunque pudiera parecernos lo contrario, la verdad es que no hay mezcolanza ni menos confusión. Se impone, creo que a despecho de la voluntad de su autor, la coherencia. ¿Y hacia dónde apunta esto que yo llamo monólogo o, dicho de otro modo, cuál es su propósito? Advierto que, en gran medida, es -como dicen algunos periodistas- «poner en blanco y negro» un manifiesto a la manera de un «arte poética», o un «arte poética» a la manera de un manifiesto; o sea, una suerte de declaración de fe apoyada en la convicción de que el camino (hacer y pensar) que uno sigue ha sido conscientemente elegido y quisiéramos -como una cercana utopía- que otros también siguieran, como seguramente quisieron Archibald Macleish, que afirmó, rotundo, que «Un poema no debería significar / sino ser», o Jorge Luis Borges que propuso «... convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor y un símbolo...». Sí, creo que por allí va el texto que ha motivado esto que pudo haber sido solo unas cuantas líneas pero se ha convertido (otra vez cito lo dicho por Mariátegui) en un acápite largo, como los editoriales del Dr. Clemente Palma. Y ahora, para terminar, no me queda más que -como respuesta a una hipotética e improbable interrogante- transcribir, del texto que comento, esta pregunta que suena a contundente afirmación: «¿Y? ¿Cuál es el problema de escribir como yo quiero escribir?»; y agrego esto otro que también encuentro allí: «... tal vez, en el fondo, la poesía, lo que intentamos escribir y llamamos poesía, nuestra maniaca prosa y también nuestros conceptos son y se mueven bajo esa caprichosa forma de usar el lenguaje que, destrozando lo académico, tenemos (...) el lenguaje de humo de los chaufas, es decir, este lenguaje de gente que no necesariamente visita los enormes centros comerciales (...) gente de a pie, común y silvestre...». Porque, como dije hace poquito, nomás, «el único castellano válido no es aquel conocido como "lengua estándar" o "lengua culta"; también es el que hablas tú, causita». En resumen: no una chanfaina, sino, más bien, un chaufa de palabras, como bien lo sabe Julio Barco, el poeta peruano, autor de este breve, bello y sorprendente libro con cuya lectura he disfrutado un montón y cuyo título es, precisamente, Chaufa (Higuerilla Editorial, 2024).
© Bernardo Rafael Álvarez