Lo narré a través del Facebook y hoy lo
vuelvo a contar, aquí. Hace algún tiempo (concretamente, a fines de setiembre
del 2021: lo recuerdo porque justamente fue entonces cuando lo conté), en el
bus en que regresaba desde La Molina, después de ver unos asuntos en la
Fiscalía Provincial Penal, compartí asiento con un arquitecto y empresario de
la construcción, con quien me puse a conversar durante un largo rato. Me habló
de algunos importantes proyectos en los que había intervenido y de las
dificultades y peligros que tuvo que sortear debido, especialmente, al asedio
de delincuentes extorsionadores que, obviamente con amenazas, exigían cupos;
fueron, pues terribles las circunstancias que vivió. “Y supongo que usted hizo
algo para protegerse y no terminar siendo víctima fatal de esos malandrines”,
le dije. Así fue. Contrató a una persona que durante algún tiempo le
proporcionó la seguridad que necesitaba, con gente experta en esos menesteres,
que (creo que es obvio) eran "maleados", gente del hampa. Me dio el nombre
del sujeto. “¿Caracho, qué chico es el mundo -le dije-, ¡yo conozco a ese
tipo!”. El arquitecto, que era un hombre de edad avanzada, me corrigió:
"No lo conoce; más bien, lo conoció". Efectivamente, debí haber
hablado en pasado. El tipo que le dio seguridad solía presentarse como un
bondadoso “hermano evangélico” y hasta llegó a fungir de empresario televisivo,
dirigiendo un canal de televisión por Internet y relacionándose con personajes
conocidos de la farándula local, y era "muy respetado".
Yo lo conocí hace,
más o menos, unos veinte años; cuando un amigo mío me pidió que lo acompañara a
una oficina en un edificio de cuatro pisos frente a una dependencia del Poder
Judicial, en La Molina; y, según me enteré después, el tipo se había adueñado
de ese edificio, sabe Dios cómo, arrebatándole a una señora de edad avanzada.
Mi amigo me dijo que aquel hombre era una persona preocupada por trabajar en
favor de la gente desocupada de Manchay y que le había pedido que formara parte
del “sindicato” que estaba organizando. Y, bueno, llegamos a su oficina y lo
conocí.
Después de
presentármelo, mi amigo le comentó que yo era poeta. “Ah, qué interesante”,
dijo el tipo. “¿Y por qué no se anima usted a colaborar con nosotros en asuntos
culturales?”, y agregó que mi amigo había aceptado darle apoyo en el “rubro de
deportes”. Le contesté que iba a pensarlo y que pronto tomaría una decisión al
respecto. Finalmente, nos despedimos.
Cuando bajamos, de
frente y sin anestesia, le dije a mi amigo: “¿Y cómo diablos has terminado
relacionándote con este tipo? Este es un delincuente. ¡Lo que él llama
'sindicato' no es más que una organización criminal de extorsionadores!”. Lo
dije con plena seguridad, porque -mientras conversábamos- el personaje afirmó
que el mentado "sindicato de desocupados", con el cual habrían de
“gestionar” trabajo para sus asociados no iba a tener “pierde”, porque
“contamos con una batería brava”, agregó; y al mencionar los nombres de los
integrantes de esa “batería brava”, ¡bingo!, saltó -como era casi previsible-
un nombre que resultó clave: el “loco Aldo” (que era un prontuariado
delincuente peruano, integrante de “los destructores”, una de las más
peligrosas bandas chalacas). Sorprendido, mi amigo comprendió todo y,
felizmente, resolvió romper contacto definitivo con aquel pintoresco personaje
dizque organizador de "sindicatos", "seguidor" de Jehová, y
que aparentaba ser una mansa paloma); yo, naturalmente, tampoco supe más de él
hasta el día ese, del 2021, cuando conversé con el arquitecto y empresario, en
el bus que nos traía desde La Molina.
¿Por qué he recordado
esto? Pues, debido a que he leído los bellos y también conmovedores relatos
escritos por Fransiles Gallardo, en los cuales aborda precisamente el asunto referido
a las extorsiones a las que acabo de aludir.
Relatos, cada uno de
ellos con título propio y, en cierto modo, con autonomía propia, que -sin
embargo- en conjunto conforman una verdadera novela, elaborada como una suerte
de homenaje a aquellos hombres que usan casco blanco y que, como solemos decir
coloquialmente y con acierto, “se la juegan” por
el bienestar de los demás: los ingenieros, hombres preocupados “del estar bien”,
como se dice en este libro). ¿Cómo se llama el conjunto de textos al que me
refiero? Precisamente CASCOS BLANCOS Extorsiones en construcción civil.
Un libro que realmente hacía falta. Fransiles es autor, también, de los
trabajos narrativos Aguas arriba, Puka Yaku: Río de Sangre y Entre
dos fuegos: Historias de ingenieros; en poesía: 9 Nueves, Estremecido
gato montés, Arco Iris de Magdalena y Ventisca tu
(des) amor; y el nutrido, meticuloso e integral estudio, acerca de la
primera obra de ingeniería hidráulica en el Perú, Kumpy Mayu,
construida hace 3500 años.
Los relatos de “Cascos
blancos” están escritos con un lenguaje sencillo, directo, conversacional y
ameno, el de la calle, en el rico e “impuro” castellano del Perú. A pesar de
las situaciones dramáticas y extremadamente peligrosas de las que se ocupan y
nos cuentan, no dejan de poner de manifiesto el oportuno y saludable toque de
ironía y buen humor, que no se encuentra en la árida seriedad académica de
otros autores. Es que se trata de literatura, pues; y, como sabemos, la
literatura es el ejercicio de la libertad y, como tal, goza de la licencia,
inalienable e insobornable, de -incluso- ponerle al mundo patas arriba; quiero
decir, darle vuelta a todo: poner belleza donde hay fealdad, del dolor hacer
brotar una sonrisa, darle una luz de esperanza al desfallecimiento, hacer que
la vida sea más llevadera, darnos felicidad, y más, mucho más.
Y la escritura de
Fransiles Gallardo es esto, sin lugar a dudas: literatura del optimismo, que
nos dice que, a pesar de las peripecias y el caminar al filo de la navaja (es
decir, los peligros), el trabajo de los ingenieros es y será exultante y
siempre valioso. “Los temporales, las ventiscas, las inclemencias, la
incertidumbre, nada conmina, nada detiene”, afirma el autor en una de las
páginas, como un canto de fe.
Castellano de la
calle, dije, y lo reafirmo. Aquí unas muestras. Esta que es una expresión
trujilllana: "Nos aprimeraron esos pendejos";
o sea, "nos adelantaron". Díganme si no es un verbo lindo. O esta,
muy nuestra: "Lo lornearon", cuyo significado es,
dicho también popularmente, "le hicieron el zonzo". Y esta que,
aunque no es nuestra, es muy significativa y en gran medida se relaciona con el
mundo del hampa: "Por los alrededores han abierto bares y puticlubes al
paso" (antros nocturnos donde frecuentan mujeres de “la vida alegra”). O
la que sigue: “Mis chalecos están atentos ante cualquier agresivo movimiento”;
es decir, “mis guardaespaldas”. “Fierros cortos y largos para parar y pechar
las broncas”: enfrentar y devolver las agresiones. “Caminar rengo, rengo”;
o sea, cojeando. Bello y sugestivo el castellano nuestro, sin duda.
La literatura no es
ni tiene que ser, precisamente, un testimonio, digamos,
"fotográfico", no es la constancia periodística ni menos sociológica
destinada a ofrecernos información fehaciente de la realidad; sin embargo,
tiene la virtud de ayudarnos a conocerla en sus más increíbles, pintorescos y,
también, sórdidos intersticios, a pesar de que su finalidad es estrictamente
estética. Es lo que, precisamente, constatamos en este libro. No solo estamos
ante una suerte de denuncia y puesta en alerta respecto de hechos que deberían,
si se quiere, escarapelarnos (la criminalidad cada vez más desalmada en nuestro
medio, y los empresarios, profesionales y trabajadores expuestos diariamente al
peligro); es, igualmente (y yo lo resalto de modo especial), un documento
lingüístico de gran valor para investigadores interesados en lexicología.
Hablé del sentido del
humor. Claro. En uno de los primeros relatos encontramos a un malandro (quiero
decir, un delincuente), que "por coincidencias de la vida", los
policías -que no conocían su nombre real- le pusieron el apodo de "Malocho".
¿Se imaginan a qué "coincidencias de la vida" se hace referencia? A
estas: “… cuando lo redujeron, le sacaron la mierda a golpes y le quebraron
ocho huesos, estuvo ocho semanas hospitalizado y lo sentenciaron a ocho años de
cárcel por agresión a ocho policías…” Casi todo se junta allí:
delincuencia, abuso policial, drama y, sobre todo, hilarante imaginación.
Pero el libro también
da cuenta del humor cínico que brota de la creatividad perversa de la gente de
los bajos fondos, como esta desbarrancada explicación que da un delincuente: “Dicen
que extorsionamos, ingeniero; eso no es cierto. Solo damos protección”.
Desvergonzada y cruel
protección. ¡Protección frente a qué peligros? A los que los mismos “protectores”
generan; en otras palabras: “Si no cumples con lo que exigimos, te atienes a
las consecuencias”. Amedrentamiento sin asco. Lo dice un personaje, en el
libro: “Amedrentar a los ingenieros es fácil, los llamas por teléfono y les
dices que conoces a su mujer, a sus hijos, dónde estudian, qué hace, etc., etc.”;
“a los gerentes, igual: les metes miedo y si se ponen machos, les dejas una
corona de flores con una tarjeta en la puerta de su casa y asunto arreglado”.
Tenebroso, realmente.
Pero el crimen no
solo atenta contra la integridad de los demás: también convierte en víctimas a
la gente de su propio mundo; casi siempre, a través de lo que se conoce como
"ajuste de cuentas", que son asesinatos por venganza, debido al
incumplimiento de algún compromiso o una deuda o porque, como se dice en el
mundo del hampa, “lo cerraron con un billete”; o en
enfrentamientos entre bandas, como ocurrió con el evangélico extorsionador que
en el libro aparece como fundador del grupo sindical llamado “los desocupados
de Villa El Salvador”: “… hace dos días se enfrentó a balazos, pedradas
y palazos con los integrantes del sindicato de construcción civil de
Pachacámac” y, como era de esperarse, terminó muerto. Es que
“El crimen no perdona, dicen. Dios tampoco…”.
No sé si el tipo al que
mencioné al principio (el evangélicos del “sindicato de extorsionadores”) sabía
que “el crimen no perdona”, pero lo cierto es que, como el, también,
evangélico de la narración de Fransiles, igualmente terminó asesinado, según
parece, en un “ajuste de cuentas”. Es lo que me contó el arquitecto y
empresario con el que conversé después de haber salido de la Fiscalía
Provincial Penal de La Molina; su muerte, según me dijo, ocurrió el año 2018, y
su cadáver, con uno de los brazos separado del cuerpo, apareció abandonado
cerca del río Lurín, en Pachacámac: sin duda, sus victimarios se encarnizaron
con él.
Las historias de los
veintitrés relatos que conforman el libro de Fransiles Gallardo corresponden a
hechos más o menos similares al que acabo de referir, y son contadas con el
encanto de la rudeza y la belleza de lo hosco; es decir, directamente, con el
lenguaje de la calle, para ser leídas con fruición, deleite y asombro.
Repito lo que dije
durante su presentación en el Colegio de Ingenieros del Perú, hace unos meses: Estoy
convencido de que esta, la de CASCOS BLANCOS Extorsiones en
construcción civil, que es, prácticamente, una novela, es literatura
indispensable, valiosa y saludable, que yo celebro sin reservas y con
entusiasmo y placer. Repito: un libro que hacía falta, realmente.
© Bernardo Rafael Álvarez
2 de mayo del 2023
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* Texto leído durante la presentación del libro de Fransiles, el 4 de diciembre del 2023, en el auditorio del Colegio de Ingenieros del Perú.