Hace unos años
escribí que Pallasca, es “un pueblito de la sierra ancashina, bello, saludable
y acogedor, por sus paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de
su gente, que es capaz de atraer al más distante de los humanos, convirtiéndolo
en huésped perpetuo de su corazón”, y agregué que, “no obstante sus ostensibles
bondades, sufre la relativa escasez del líquido elemento”, razón por la cual
“desde muchos años atrás, socarronamente se les asignó a sus pobladores el mote
de ‘chupabarros’ que, más que como ironía agraviante, ha sido asimilada, con
espíritu alegre, como un estímulo y acicate para procurar la satisfacción de
las necesidades y mirar hacia adelante con optimismo y dignidad”.
Bueno, aunque
quizás pueda parecer medio grotesco, tengo que decirlo: voy a hablar,
precisamente, de un “chupabarro”, es decir, de un pallasquino: un intelectual
que es considerado por la prestigiosa Enciclopedia Lexus, como uno
de los “grandes forjadores del Perú”.
Nuestro personaje
(al que acabo de aludir, con lo que es casi un “gentilicio” para nosotros)
nació en la ciudad de Pallasca. Hijo (el penúltimo de los varones) de don
Manuel Jesús y doña Alejandrina. Sus estudios primarios los cursó en la Escuela
293, a cuyos profesores siempre recuerda con cariño: Alonso Paredes, Miguel
Elías Villavicencio y Víctor Arnoldo Ramos. Aún púber y “primarioso”, puso de
manifiesto su inteligencia e inclinación por los estudios aunque, como él mismo
llegó a reconocer, fue tal vez el más inquieto y distraído de los alumnos, y
por ello –en más de una ocasión- uno de los docentes mencionados -en los
primeros años de primaria-, como castigo cuando no acertaba en alguna
respuesta, le “cogía la pelambre de la sien –pues le gustaba shipir-” y
lo empujaba violentamente contra la pizarra, mientras decía a los demás
estudiantes: “Este es el más torpe de la clase”. Sin embargo, y por
justificadas razones, este jovenzuelo capaz de sacar “canas verdes” a sus
maestros fue invitado a impartir durante una corta temporada, lecciones
relacionadas con astronomía en la escuela de mujeres de la localidad. Su
vocación docente, pues, ya comenzaba a ponerse de manifiesto tempranamente.
La educación
secundaria la inició y continuó, hasta el cuarto año, en el Colegio Nacional
San Juan de Trujillo, culminándola en el Colegio Nacional Nuestra Señora de
Guadalupe de Lima. En esta etapa, su interés por la cultura, venido desde la
niñez gracias a que fue contagiado por su padre –lector cotidiano e
impenitente-, iba acrecentándose
Al empezar la
década de 1940, ingresa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y sigue
estudios en la Facultad de Letras, convirtiéndose en uno de los más conspicuos
discípulos de eminentes catedráticos e intelectuales de la talla de Julio C. Tello
(el padre de la arqueología peruana), Luis E. Valcárcel, Mariano Iberico, Jorge
Basadre y Raúl Porras Barrenechea, historiador, maestro y diplomático de
sobresaliente relevancia quien, con la perspicacia que le era
inherente pudo reconocer en su alumno las excepcionales cualidades y los
méritos por los cuales la Universidad de San Marcos lo convirtió en auxiliar de
la cátedra de Historia del Perú -Conquista y Colonia- que dictaba el
prestigioso maestro. Poco tiempo después, la Cancillería lo incorporó como
Ayudante en la Dirección de Asuntos Culturales. Para entonces, ya se había
matriculado en la Facultad de Derecho
Unos años después,
en 1948, el maestro Porras es designado por el Presidente José Luis Bustamante
y Rivero, para presidir la Embajada del Perú en España, y su delegación,
integrada, entre otros, por Manuel Mujica Gallo y Guillermo Lohmann Villena,
también contó con la presencia del destacado estudiante pallasquino de Letras y
de Derecho, que viajó en la condición de Tercer Secretario del Servicio
Diplomático. Esta misión duró poco: todos sus miembros solicitaron su pase a
disponibilidad, o se retiraron, como protesta por el agravio a los símbolos
patrios en el Consulado de Valencia y la pusilánime e indecorosa actitud del
gobernante peruano (Manuel Odría) que hacía poco había asumido el poder tras
derrocar al Mandatario democráticamente elegido. Es decir, la decisión de dar
término a la misión diplomática y emprender el retorno, se hizo –como no podía
ser de otro modo- en olor de patriotismo y dignidad.
Su corta
permanencia en España, sin embargo, le permitió al joven intelectual
pallasquino vivir dos experiencias valiosísimas: escuchar, con provecho
superlativo, las lecciones que el más egregio filósofo español, José Ortega y
Gasset, dictaba en el Instituto de Humanidades de Madrid; y, codo a
codo con el doctor Porras, desempolvar legajos, de difícil lectura -que
pudieran haber sucumbido víctimas del tiempo, la humedad, las polillas y los
roedores-, desentrañando, gracias a su destreza en la tarea heurística y
paleográfica, invalorables informaciones de primera mano acerca de la vida del
Inca Garcilaso de la Vega en Montilla, ciudad que cobijó, anónimamente, al
autor de Los Comentarios Reales durante treinta años.
Tras su regreso a
la Patria se graduó en Historia y posteriormente en Derecho, obteniendo en
ambos campos el doctorado respectivo. Ya dictaba cátedra en San Marcos y, desde
cerca de diez años atrás, clases de Historia en el Colegio Nacional Alfonso
Ugarte; y, después, en la Pontificia Universidad Católica del Perú, el curso de
Historia del Derecho Peruano.
La Historia,
disciplina a la que se dedicó con entusiasmo y acendrado cariño, comenzaba ya a
dar sus frutos y reconocimientos. En 1955 se hizo merecedor del Premio Nacional
Inca Garcilaso de la Vega, por la biografía de José Eusebio de Llano Zapata y,
luego, por su trabajo titulado La Ilustración, los Jesuitas y la
Independencia Americana, fue galardonado en el Premio Javier Prado
con publicación de la obra por el Ministerio de Educación. En
mérito al valor de su desempeño intelectual, llegó a ser incorporado como
miembro de número de la Academia Nacional de Historia y de la Sociedad Peruana
de Historia, y fue elegido Presidente del Instituto Raúl Porras Barrenechea,
Centro de Altos Estudios e Investigaciones Peruanas de la Universidad de San
Marcos, entre otras Instituciones e importantes Comisiones como la
Comisión Nacional del V Centenario del Descubrimiento de América y la
Presidencia de la Comisión Nacional del Centenario de Víctor Andrés
Belaúnde. Gracias a las denodadas gestiones que llevó adelante como
Presidente de la Comisión Peruana de Alto Nivel para el Patrimonio del Mundo,
pudo lograr que la UNESCO reconozca como patrimonio mundial a Chavín de Huántar, al Parque Nacional del Huascarán y a otros monumentos
y santuarios que son riqueza inalienable e irrepetible de nuestro país.
Como diplomático,
fue condecorado con la Orden del Sol del Perú, Orden San Carlos de Colombia,
Orden Vasco Núñez de Balboa de Panamá, Caballero de Madara de Bulgaria y La
Gran Cruz de Plata de Austria, habiendo cumplido a cabalidad y con prestancia
las representaciones como Delegado Alterno ante la UNESCO y Embajador ante
Panamá y Bulgaria, y dirigido la Academia Diplomática del Perú.
Por su destacada
trayectoria docente, fue distinguido como profesor emérito de la
Universidad Decana de América y reconocido por el Estado peruano con las Palmas
Magisteriales, en el grado de Amauta.
A toda esta
apretada e incompleta reseña de la trayectoria de nuestro ilustre paisano, hay
que sumar el hecho de que a él se debe más de una veintena de obras
bibliográficas, de las cuales probablemente la más importantes sean estas
nueve: Vida y Obra de José Eusebio de Llano Zapata (1955), La
Ilustración, los Jesuitas y la Independencia Americana (1957), Ancash
Histórico (1958), Apuntes sobre Carrió de la Vandera, autor
del Lazarillo de Ciegos Caminantes (Toulouse, Francia, 1965), ANCASH,
una historia regional peruana (1970), Visión Integral del
Perú: Raúl Porras en Costa Rica (1986), Sierra de mi Perú (1988), Raúl
Porras Barrenechea, diplomático e internacionalista (1996) y el
enjundioso estudio que como prólogo precede a El Legado Quechua (2000)
del maestro Porras. De estas, merece ser destacado, por lo valioso para
nosotros los ancashinos, ANCASH, una historia regional peruana
que es -estoy convencido- el trabajo más riguroso, integral y bello que
se haya escrito sobre nuestro fértil pasado y el más valioso aporte y legado
del que debemos enorgullecernos.
Aunque impreso en
enero (en la imprenta de don Pablo L. Villanueva), este libro (del que solo voy
a reseñar unos cuantos tópicos) salió recién a la luz en el mes de junio de
1970, y es la coronación del trabajo iniciado en 1958 con la publicación de una
antología de ensayos arqueológicos e históricos -hecha a pedido de Carlos
Eduardo Zavaleta- en el pequeño volumen titulado Ancash histórico,
de la colección Libros para Ancash.
En Ancash,
una historia regional peruana nos dice y demuestra que nuestro departamento
“ha seguido una línea indeclinable en favor de la libertad, de los derechos
cívicos y de la justicia” y que en todo momento ha estado dispuesto a hacer
“frente a toda dominación extraña a la región o al país”, y que siempre ha
protestado y se ha puesto rebelde frente a los abusos del poder y de la fuerza.
Un departamento, su gente, con dignidad, pues.
Comienza hablando
de Chavín, y afirma que “en Ancash aflora por primera vez la simiente de
nuestra nacionalidad, grabada en las imágenes idealizadas de seres mitológicos
–felinos, cóndores y serpientes- y en un inicial asomo de conciencia religiosa
inspirada en el amor de lo telúrico y en el temor de lo sobrenatural”.
Nos habla,
también, con justo orgullo, del extraordinario arte lítico de cultura Pallasca
puesto de manifiesto especialmente en el trabajo escultórico: “Los rasgos
humanos –nos dice-, en manos de los escultores pallasquinos, adquieren una
impresionante grandeza expresiva”. “Los sentimientos de severidad y nobleza
–agrega- son fijados mediante líneas simples magníficamente trazadas y
talladas”. Esto, concluye, “revela, por consiguiente, una cultura superior
entre los pueblos de la época precolombina”. Por otra parte, expone, pulcra y
minuciosamente, la tesis según la cual Andamarca, el pueblo “que hoy se
considera perdido no es otro que el de Pallasca”, cercano al Tablachaca, río en
cuyas inmediaciones –según el viajero Charles Wiener- fue ejecutado Huáscar, el
ultimo inca legítimo del Imperio Incaico.
Como sabemos,
Pallasca es la única provincia de la sierra ancashina donde no se habla el
quechua. Nuestro autor explica: Allí se hablaba la lengua culli, sobre la cual
los incas trataron de imponer el quechua pero, al llegar muy pronto
los conquistadores españoles, la imposición más rotunda, contundente e
irreversible fue la del idioma europeo; desapareció el quechua, que apenas
comenzaba a arraigarse en la zona, y empezó a disminuir el uso del culli.
Hice referencia al
hecho de que Ancash ha sido adverso “a toda dominación extraña a la región o al
país”. Sí, pues; y eso viene desde épocas muy remotas. El libro alude
especialmente a los Conchucos, Huaylas o Huaras y Piscobambas, que según
Garcilaso, Cieza y otros cronistas eran pueblos belicosos y rebeldes, que no se
dejaron dominar tan fácilmente por los incas. También nos recuerda que, siglos
después, cuando se produjo la invasión chilena, el pueblo de Pallasca puso de
manifiesto su arrojo y patriotismo negándose a cumplir las órdenes de los jefes
militares enemigos y, más bien, se enfrentó, en desigual batalla (haciendo uso
de garrotes, piedras y armas arrojadizas), dando excepcional muestra de
dignidad que le costó, como heroico saldo, decenas de muertos y heridos. “Un
hombre, Pedro Campos –cuenta nuestro autor-, es atado a la cola de un caballo
cerril con el fin de obligarlo a callar, pues a pesar de habérsele cortado la
lengua seguía dando vivas al Perú y mueras a Chile”; Gorostiaga, el jefe
chileno, llegó a informar a su superior, así: “Al entrar a Pallasca encontré al
pueblo en actitud hostil (…) Con este motivo se trabó un combate entre la
vanguardia y los revoltosos que se resistieron con valor y que concluyó por la
dispersión y muerte de gran número de estos”…”
Especial atención
merece la magistral reseña respecto de aquello que ocurrió tras la infausta
guerra con Chile: “Ancash –dice nuestro autor- se ve muy pronto convertido en
escenario de uno de los movimientos de reivindicación social más notables del
Perú republicano”, cuya causa fue –continúa- “la constante explotación y maltrato
a los indígenas desde los lejanos tiempos de la Colonia”, a lo que se sumó “el
llamado ‘trabajo de la República’, obligatorio y hasta forzado” a que fueron
sometidos “por las medidas abusivas de las autoridades”. ¿Quién condujo este
movimiento? Pues el huaracino Pedro Pablo Atusparia.
Uno de los más
bellos textos sobre Pallasca y, en general, sobre la sierra de Ancash, es el
titulado precisamente Sierra de mi Perú, publicado en el libro del
mismo nombre, en 1988, y en el que se hace una menuda descripción de algunos
aspectos de la vida en los Andes, echando mano incluso a expresiones propias
del castellano pallasquino. Y hay, allí, una muestra de comprensible regocijo y
amor telúrico, y quizás por ello son citados estos versos de Vallejo (que,
además, sirven para dar título al libro): “¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo,
/ y Perú al pie del Orbe; yo me adhiero!”.
En ese libro
encontramos, también, lo que sería, virtualmente, la primera tesis que nos
informa que el fundador de Chimbote fue el pescador Pedro Nolasco Días, quien,
con su familia, fue el primer habitante de la zona, a donde llegó “allá por el
año de 1760”. La vida y obra altamente merotiria que honra y debe enorgullecer a los ancashinos y a la cual he dedicado este necesarimente incompleta reseña biobibliográfica, corresponde (¿a quien más?) "al erudito, historiador y varias veces académico" (como lo llamó nuestro narrador Carlos Eduardo Zavaleta) y que es sin duda uno de los más importantes valpres nacionales que ha dad Ancash, el doctor Félix Álvarez Brun, aquel que "con la capacidad de síntesis y el sentido de emoción peruanista" -que elogiara Aurelio Miro Quesada- señalo lúcidamente, que el Perú es "una continuidad en el tiempo y una totalidad en el espacio, dentro de cuyos parpamtros se entretejen todas aquellas virtudes, defectos y esperamzas que constituyen nuestra personalidad nacional.[4] Un escritor al que, por otra parte, Luis Alberto Sánchez calificó como "un historiador enamorado del paisaje" y "un ancashino con mente universal". Un escritor -agrego yo- cuya prosa, fluida y culta, pone de manifiesto un extraordinario y bello estilo descriptivo y detallista -casi a la manera de Azorin- que convierte a su lectura no solo en una rica fuente de conocimiento (gracias a las rigurosas y bien documentadas referencias históricas que nos ofrece), sino en una innegable experiencia de placer, pues -en buena cuenta- se trata también de literatura.
Hace mucho tiempo
lo dije repetidamente y hoy vuelvo a decirlo: Creo que sería necesario y muy
recomendable que –como una muestra de gratitud- el Club Ancash, institución
representativa de nuestro departamento en la Capital de la República, se
encargase de reeditar ANCASH, una historia regional peruana, porque
este libro es –lo digo una vez más- un valiosísimo aporte y legado a la cultura
ancashina y que debiera ser motivo de orgullo para nosotros,