Pienso en dos soñadores extremos: Karl
Marx y Arthur Rimbaud (claro, el poeta y no el mercader). “La historia de todas
las sociedades que han existido hasta nuestro días –escribió el alemán, en
acuerdo o complicidad con el gran Federico Engels- es la historia de las luchas
de clases.” Estuvo en lo cierto. A partir de esta consideración o premisa, de
carácter digamos histórico (ya que corresponde a una visión del pasado) propuso
una cosa puntual en el plano político: transformar la realidad; transformarla
para bien, naturalmente. Cómo hacerlo. Con el estímulo violento del mismo motor
que empujó los cambios anteriores: la lucha de clases. Si antes se habían
enfrentado “hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos,
maestros y oficiales”, ahora –según el autor de El Capital- se enfrentarían
burgueses y proletarios y el resultado sería la instauración de una nueva forma
de organización social, el socialismo, como etapa de tránsito hacia la sociedad
ideal: el comunismo.
Rimbaud, el otro soñador extremo, habló
de cambiar la vida, no, por cierto, con la violencia de la lucha de clases,
sino con el aporte o influjo, acaso sutil, de la poesía.
¿Logró el marxismo (es decir, lo que
vino después de Marx) transformar la
realidad? ¿Pudo la poesía, como quiso Rimbaud, cambiar la vida? Yo no lo sé. En
todo caso, se trata, creo yo, de una asignación pendiente, sabe Dios hasta
cuándo.
La poesía (perdonen por echar mano a la
definición que proporciona el DRAE) es la “manifestación de la belleza o del
sentimiento estético por medio de la palabra, en verso o en prosa”. Tal vez
esta sea una definición demasiado simple y hasta, probablemente, chata, pero es
la que permite que todo el mundo entienda de qué estamos hablando. Si –como
sugería Rimbaud- el cambio de la vida podrá lograrse gracias a la poesía,
tenemos que asumir –caballero, nomás-
que los poemas, en verso o en prosa, son los instrumentos o herramientas
de ese cambio. Espontánea y sin mayor esfuerzo, de allí surge una nueva
pregunta: ¿Es dable o, mejor dicho, es posible que con un poema pueda cambiarse
la vida del ser humano; quiero decir, de la humanidad? Yo no lo sé. Yo quisiera
saberlo.
Probablemente, haya quienes respondan
que sí. Pero hay otros (más “moscas”, ciertamente) que aseguran que no es la
poesía como conjunto de versos o de palabras escritas la que ha de convertirse,
repito, en herramienta o instrumento de cambio, sino la poesía entendida como
“actitud vital” o como “acontecer cotidiano del hombre”. Será o no será. Que
respondan los sabios que en el mundo han sido y siguen siendo. Yo solo dudo.
Sea como fuere, bien vale lo dicho
hasta acá para tratar, ahora, de dar un salto “cuasi dialéctico” en estas dudas
“que matan” y, así, llegar al punto a donde quiero arribar: hablar de la poesía
de Rosina Valcárcel. Pero, claro, lo poco que yo diga aquí quiero que sea
tomado solo como un pobre y apurado adelanto de lo que debiera decir después,
ya probablemente con la seguridad de responder a mis propias interrogantes. Lo
ofrezco: queda el compromiso.
Jorge Nájar, en el prólogo al libro que
hoy se presenta por segunda vez (Rosina Valcárcel: Poesía Reunida. Fondo Editoria Cultura Peruana, 2014), dice algo que, lo confieso, a mí me tiene
desconcertado: “Todo lleva a pensar que para Rosina Valcárcel la poesía es un
arma de combate”, afirma. Durante la presentación anterior, hecha en la Feria Internacional
del Libro, Rocío Silva Santisteban dijo algo más o menos parecido: habló de
“arma cargada de futuro”, echando mano a la frase del español Gabriel Celaya.
¿Qué es un arma? Aunque la definición
elemental que nos proporciona el DRAE indica que es el “instrumento, medio o
máquina destinados a atacar o a defenderse”, lo cierto es que –sea empleada como
protección o para agredir- un arma está siempre dispuesta no para acariciar,
sino para destruir y, eventualmente, para matar. ¿Puede la poesía ser empleada
para tal cosa? Desconozco la respuesta.
Juan Ramírez Ruiz y, en general, creo
que el Movimiento Hora Zero –como lo recordó Jorge Nájar en el
poema-dedicatoria de “Malas maneras”, su primer poemario-, proponían “destruir
para construir”. ¿Qué hicieron los poetas de Hora Zero? Construyeron. Y
tuvieron (al menos creo que Juan lo tuvo) el propósito de que las armas fueran
desterradas de nuestro mundo. El título del tercer y último libro del poeta
lambayecano es sumamente expresivo: “Las armas molidas”. Fue un poeta que
apostaba por lo que yo llamo –aludiendo a sus tres poemarios- la “perpetuidad
desarmada de la realidad”.
¿Saben una cosa? Yo estoy completamente
seguro de que Rosina -mi Rochi, como yo la llamo- apunta hacia lo mismo. Por
eso es poeta. Por eso es que, aunque –como bien dice Juan Cristóbal en una nota
publicada en la Web- su poesía “atraviesa todos los intersticios de la
conmoción humana: el amor, la rabia, la dulzura, el caos, el encono, la
esperanza…”, también es verdad que allí, en su poesía, no hay rabia ni encono.
No es, pues, una poesía nociva.
Fácil hubiera sido para Rosina Valcárcel
(conocida y reconocida como hija de dos seres humanos identificados plenamente
con las luchas sociales y, sobre todo, con la esperanza de los pueblos), hacer
de sus poemas furibundos libelos contras las injusticias y por la revolución. De
haber sido así, más de uno habría alabado aquello que denominan
“consecuencia”. Porque –es así, pues- somos una sociedad en la que una gran
mayoría suele identificarse con quienes procuran excitar el lado innoble del
ser humano: la violencia, el odio; y aplauden y alaban –fieles a su vocación de
secuacidad- a quienes promueven enfrentamientos, a quienes dan muestras de una
voluntad confrontacional aunque sea de la boca para afuera. Por ello es que
cantan y se enardecen con canciones casi convertidas en himnos, como, por
ejemplo, “Flor de retama”, y no precisamente porque en su denuncia este huayno llame
a la solidaridad con los campesinos víctimas de la represión desmedida y
criminal, sino porque les solivianta y llena de fervor la virtual sacralización
que hace de la pólvora y la dinamita, como si acaso fueran las “salvadoras” de
la humanidad.
La poesía de Rosina Valcárcel es, qué
duda cabe, el producto elevado de un alma sensible y buena que lo que busca no
es potenciar la parte básica, animal, del ser humano, lo que Paul Maclean ha
denominado el cerebro reptil o primitivo, sino alimentar aquel sector llamado
“neocórtex” y que corresponde al lado noble, racional y emocional, de los
hombres y mujeres. La poesía de Rosina Valcárcel no alaba, aplaude ni estimula
la violencia ni el odio. Es un homenaje al amor y la belleza. El amor en todas
sus formas, la belleza en sus distintas manifestaciones. Todo lo escrito y
publicado por ella, desde “Sendas del bosque” (1966) hasta “Luana (2013) es,
digamos, la biografía de su asombro frente al mundo y las personas y, sobre
todo, de su entrega, en carne y sentimientos. Sin embargo, no es sentimental ni
mucho menos pasional pero tampoco es conceptual. Tal vez sí -como expresión
escrita- un inventario abigarrado y bellamente desordenado y caótico, casi
surreal, a veces, de imágenes o retratos parciales del universo que existe en
su intimidad y del universo que la envuelve. Pero, sobre todo, es un canto
permanente, en el bosque antiguo y nuevo, “donde
la alondra hace infinita / el alma de la tarde” (“Peregrino”: Sendas…). Tal
vez no sea aquello que Celaya llama “arma cargada de esperanza” pero, sí, la
poesía de Rosina es una apología terca, irredenta, insobornable, de los sueños,
del futuro, de lo que ha de venir; sin embargo, también puede caer, y hay
momentos en que cae, en el desfallecimiento, en la desesperanza, cuando, por
ejemplo, recuerda que los muchachos que a su manera hicieron la revolución (“dando vivas al Che y cantando Yesterday)
terminaron “acorralados / sin partido”
y solo pudieron experimentar el amargor de la impotencia, mientras “En enero caen las flores de la madreselva”
(“Acorralados: Una mujer canta en…).
No es poesía sentimental, dije. Y no lo
es ni siquiera cuando expresa su maternidad. Sin embargo no es árida ni fría.
Es, más bien, descarnadamente dada a la entrega: “Tu padre sueña a sobresaltos/ Y tú (…) / bebes voluptuosa mi sangre…”,
le dice a Milena (“Milena”: Una mujer canta…). Más que mimos, más que caricias,
transmisión de vida; lo que, en rigor, es la maternidad como garantía de la
perennidad.
La palabra poética de Rosina no se
edulcora con el almíbar, a veces empalagoso, del romanticismo; prefiere el amor
de carne y fluidos, el erotismo sin dudas ni remordimientos: “Una mano
invisible levanta mis faldas –dice- y la piel relincha como yegua en celo”.
“Hay que llevar –agrega- el amor hasta el absurdo” (“Carta surrealista”:
Contradanza). No el embuste ni la hipocresía. La piel. La libertad.
Y precisamente debido a esa libertad es
que no se encandiló y aún habiendo podido probablemente encandilarse con el
furor parricida, iconoclasta de, por ejemplo, la poética horazeriana, no dejó
que la suya sucumbiese, virtualmente sometida, ante el encanto y la tentación
sísmica de la poesía setentera, y siguió, más bien, siendo insobornablemente
suya. Y menos se preocupó por incursionar (o “incurrir”) en prácticas
experimentalistas, aunque, claro, presenta medio indiscretos atisbos del aporte
caligramático de Apolinaire, en poemas como “Tango 2” (Contradanza) y algunos
ensayos de coloquialidad a la manera de Manuel Morales (“Poeta, amigo de puta
madre…”: Juan Ramírez Ruiz). Debo reconocer, asimismo, que, aunque comenzó a ser
escrita y publicada en plena década de 1960, la poesía de Rosina Valcárcel
tampoco es sesentera. Diría que pertenece, pues, a lo que Octavio Paz llama “el
tiempo sin fechas”.
Y, repito, no hay sentimentalismo. Y
esto lo dijo también Jorge Nájar, y en ello estoy plenamente de acuerdo con él.
Y por eso, aquí, repito sus palabras, por suficientes: “¿Poesía social? Ni
hablar. ¿Poesía sentimental? Ni de vainas. Poesía de la existencia. Poesía de
la supervivencia. Poesía de la épica cotidiana. Poesía testimonio. Poesía
pesadilla. Poesía sueño. Autobiografía. Y la imperiosa presencia del espejo.” Y
en ese espejo se multiplica ella y nos reflejamos todos.
Pero, si en unas cuantas palabras quisiera
caracterizar esta poesía que nos atrapa y hasta se atreve a desconcertarnos con
versos como este: “Escribo no por azar
sino por acuarelas, flautas y fuego” (El espejo de zorba”: Paseo de…),
tendría que decir, enfática y definitivamente, con la propia voz poética de
Rosina Valcárcel, que se trata de “Insulina
pura / clavada en el corazón del prójimo”. Es decir, un remedio y no un
arma.
¿Podrá la poesía desempeñar con más
eficaces o mejores resultados el papel que a través de los siglos se
autoadjudicó la religión y las sociedades de todas las latitudes le encargaron
a la educación, es decir, cambiar la vida del hombre, cambiar al hombre? No lo sé. De lo que estoy absolutamente
convencido es que, aun sin poder probablemente servir para ello, lo cierto es
que, al menos -y de esto puedo dar fe y repito lo que dije hace mucho tiempo-,
la poesía (y el arte, en general) “nos hace mucho bien, alimenta los buenos
sentimientos y robustece la dignidad de los pueblos”. Y esto, creo, ya es
bastante, ¿no es cierto, mi Rochi?.
Lima, 18 de setiembre del 2014