"No se haga de rogar, patita, y sírvase otro trago/ que aquí entre copa y copa, le quiero hacer saber/ por qué es que estoy tan triste, tan solo y amargado,/ que hasta la remaceta hoy me quiero poner..." Lo transcrito es parte de uno de los primeros valses criollos que asimilan la replana como medio de expresión. La replana, ese lenguaje (originalmente de delincuentes) que -como afirmó hace algún tiempo la doctora Martha Hildebrandt- "ha perdido el encanto y originalidad que tenía antaño". El vals aludido fue escrito por don Mario Cavagnaro, talentoso compositor arequipeño (“Yo la quería, patita”, cantado por el “carreta” Jorge Pérez). Habla de un drama pasional, del sufrimiento de un hombre que es desplazado del corazón de su amada porque aparece en escena un blanquiñoso (¿no suena tan actual esto, ahora que se habla mucho de "racismo"?). Empujado por "las heridas del alma", este hombre -el del vals- se entrega a la bebida como una suerte de "bálsamo" y quiere beber y beber, tan desmesuradamente, hasta, prácticamente, "perder la razón". Eso es lo que quiere decir aquella frase final del fragmento transcrito: "hasta la remaceta me quiero poner". No existe (o, al menos, nosotros no la hemos encontrado) una fuente documental que ayude a explicar el significado de esta curiosa palabra, "remaceta". Pero de lo que estamos seguros es de que se trata de un auténtico peruanismo que, ello no obstante, no llegó a ser registrado en el valioso libro, "Peruanismos", de nuestra lingüista más conocida. Tampoco se encuentra allí la voz popular "maceta" que, como sabemos, es empleada para decir "forzudo", fornido", "sólido", pero si se la encuentra -como es lo justo- convertida en forma de "verbo adjetivado", con esta definición: "En nuestra lengua familiar maceteado equivale a fornido, 'de cuerpo sólido y maciso'" (Martha Hildebrandt. Peruanismos. Jaime Campodónico/editor, 1994); y, así, podemos decir: "este pata está bien maceteado". Pero, como es fácil advertir, no tiene ninguna relación (salvo fonética) con "remaceta". El único documento en que hemos encontrado esta voz es el breve y pobremente sustentado librito publicado por Lauro Pino en 1968, "Jerga criolla y peruanismos". Allí aparece esto: "Remaceta. Término que se usa en la frase Estar hasta la remaceta. Estar hasta el cien." Y, como señala el autor en otra parte, "estar hasta el cien", bien puede entenderse como "hallarse muy enfermo o en mala situación económica". Sin embargo, "estar hasta la remaceta" no es solo eso; es -como lo dijimos al principio- perder la razón, literalmente o de modo figurado, o excederse extremadamente en algo: te amo o te odio hasta la remaceta, o, repitiendo lo que dijimos ayer respecto de don Marco Aurelio Denegri: "purista hasta la remaceta". Y es por el amor que siente el personaje ficticio (pero dramáticamente real en la vida diaria) de que nos habla el vals, por "la gila más buenamoza del callejón", que le pide a su amigo que le acompañe en ese desmedido brindis, porque "hasta la remaceta hoy me quiero poner".
Ver donde otros no ven, o no quieren ver, no es cosa del otro mundo. Es cuestión de ver únicamente; así de simple. Ah, pero para ello es recomendable emplear la mirada y dejar de lado las anteojeras y también la ojeriza. Apasionarse en la vehemencia, no en el odio ni en el fanatismo. Ser tolerantes, pero no tontos. Ser perspicaces, no adivinos. Ser claros y objetivos. Ser decentes y sinceros. Justos. No esperar el aplauso fácil. Buscar la verdad. Respetar.
miércoles, 28 de marzo de 2012
HASTA LA REMACETA
"No se haga de rogar, patita, y sírvase otro trago/ que aquí entre copa y copa, le quiero hacer saber/ por qué es que estoy tan triste, tan solo y amargado,/ que hasta la remaceta hoy me quiero poner..." Lo transcrito es parte de uno de los primeros valses criollos que asimilan la replana como medio de expresión. La replana, ese lenguaje (originalmente de delincuentes) que -como afirmó hace algún tiempo la doctora Martha Hildebrandt- "ha perdido el encanto y originalidad que tenía antaño". El vals aludido fue escrito por don Mario Cavagnaro, talentoso compositor arequipeño (“Yo la quería, patita”, cantado por el “carreta” Jorge Pérez). Habla de un drama pasional, del sufrimiento de un hombre que es desplazado del corazón de su amada porque aparece en escena un blanquiñoso (¿no suena tan actual esto, ahora que se habla mucho de "racismo"?). Empujado por "las heridas del alma", este hombre -el del vals- se entrega a la bebida como una suerte de "bálsamo" y quiere beber y beber, tan desmesuradamente, hasta, prácticamente, "perder la razón". Eso es lo que quiere decir aquella frase final del fragmento transcrito: "hasta la remaceta me quiero poner". No existe (o, al menos, nosotros no la hemos encontrado) una fuente documental que ayude a explicar el significado de esta curiosa palabra, "remaceta". Pero de lo que estamos seguros es de que se trata de un auténtico peruanismo que, ello no obstante, no llegó a ser registrado en el valioso libro, "Peruanismos", de nuestra lingüista más conocida. Tampoco se encuentra allí la voz popular "maceta" que, como sabemos, es empleada para decir "forzudo", fornido", "sólido", pero si se la encuentra -como es lo justo- convertida en forma de "verbo adjetivado", con esta definición: "En nuestra lengua familiar maceteado equivale a fornido, 'de cuerpo sólido y maciso'" (Martha Hildebrandt. Peruanismos. Jaime Campodónico/editor, 1994); y, así, podemos decir: "este pata está bien maceteado". Pero, como es fácil advertir, no tiene ninguna relación (salvo fonética) con "remaceta". El único documento en que hemos encontrado esta voz es el breve y pobremente sustentado librito publicado por Lauro Pino en 1968, "Jerga criolla y peruanismos". Allí aparece esto: "Remaceta. Término que se usa en la frase Estar hasta la remaceta. Estar hasta el cien." Y, como señala el autor en otra parte, "estar hasta el cien", bien puede entenderse como "hallarse muy enfermo o en mala situación económica". Sin embargo, "estar hasta la remaceta" no es solo eso; es -como lo dijimos al principio- perder la razón, literalmente o de modo figurado, o excederse extremadamente en algo: te amo o te odio hasta la remaceta, o, repitiendo lo que dijimos ayer respecto de don Marco Aurelio Denegri: "purista hasta la remaceta". Y es por el amor que siente el personaje ficticio (pero dramáticamente real en la vida diaria) de que nos habla el vals, por "la gila más buenamoza del callejón", que le pide a su amigo que le acompañe en ese desmedido brindis, porque "hasta la remaceta hoy me quiero poner".
lunes, 26 de marzo de 2012
DENEGRI: EN TÉRMINOS DEL IDIOMA...
Al
definir "Conductismo", en su segunda acepción, el DRAE dice:
"Psicol. Estudio de la conducta en términos de estímulos y
respuestas." En nuestra opinión y -estamos seguros- en opinión de
psicólogos también, en esto no hay nada que discutir; todo está claro. Qué
es lo que quiere decir, en otras palabras el Diccionario: que el conductismo
estudia la conducta en todo cuando se refiere o relaciona a los estímulos y
respuestas. El motivo de esta nota no está, pues, atado a una preocupación de
carácter psicológico, sino en relación con algo que acabamos de leer en El
Comercio (Lunes 26 de marzo, pág. 20), escrito por don Marco Aurelio Denegri.
El ahora columnista del diario decano, expresa enfáticamente lo siguiente:
"Es lamentable que la Academia haya claudicado una vez más ante la
expresión del vulgo hablante y diga ahora 'en términos de', según puede verse
en el DRAE 2001". Así de firme y rotundo es don Marco Aurelio, como
siempre. Sustenta, además de basarse en su propio e insobornable criterio, en
lo escrito por el lingüista Wilson Follett (autor de Modern American Usage),
quien refiere que la expresión inglesa "in terms of' (que sería el origen
de la expresión nuestra) no es correcta, que "está mal". Don Marco
Aurelio -purista hasta la "remaceta"- recomienda oficiosa y
diligentemente que, en lugar del mencionado "barbarismo" se diga
"en relación con, o con relación a". Bueno, como reza el dicho
popular, consejo, hasta de un conejo. Pero lo que nos parece inadmisible es que
se quiera prohibir un uso que está, diríamos, masivamente generalizado
(perdonen esto que parece o es una redundancia). Y nos parece también que don
Marco Aurelio no ha leído, o si lo ha hecho se ha olvidado, lo que el mismo
DRAE dice justa, oportuna e inteligentemente en su Preámbulo, empleando
palabras del poeta romano Horacio: "el uso, árbitro, juez y dueño en
cuestiones de lengua". El uso, bueno o malo, correcto o incorrecto, manda,
pues. La Academia es autoridad, sí, pero no autoridad imperativa ni mucho menos
impositiva. Puede, si quisiera, proponer, pero, como escribe el académico
Manuel Seco, el lenguaje por ser un hecho humano está "sometido a la
voluntad humana; no solo la voluntad del que propone un uso, sino la del que
decide seguirlo". La Academia, en este caso de la expresión "en
términos de", como en todos los casos, no ha "claudicado";
afirmarlo es (lo decimos con una palabra muy grata para nuestro erudito
Denegri) una barbaridad. La Academia no cumple (nadie le ha dado esa función)
el papel de guardián ni de censor del idioma. Repetimos lo escrito en anterior
oportunidad. "La lengua no la crean los académicos ni los escritores, sino
el pueblo; y es el pueblo también quien la modifica y, eventualmente, puede
hacer que desaparezca. Yo siempre he creído que la lengua es acaso lo más
democrático que existe; en ella no se dan imposiciones verticales, desde
arriba, sino todo lo contrario. La Academia recoge, asimila y consagra
expresiones que los hablantes van, cotidianamente, aceptando como útiles para
la comunicación." Así que, hablando en términos del idioma, la cosa es muy
clara, don Marco Aurelio.
viernes, 23 de marzo de 2012
RAÚL PORRAS BARRENECHEA
Hoy día, 23 de marzo, se cumple un año más del nacimiento de uno de los más insignes intelectuales peruanos de nuestra época republicana (nació en 1897). Un hombre en cuyas responsabilidades (no obligadas, sino asumidas voluntariamente y con cariño, lo cual es lo más digno) supo desarrollar sus labores con eficiencia, lucidez y ponderación. Como historiador, maestro y diplomático, dio su voluntad, inteligencia y cultura por el Perú; su vida, en buena cuenta. No faltó, sin embargo, quien irresponsable e infamemente -no obstante lo obvio de su abundante, documentada y valiosa obra, capaz de doblegar cualquier despropósito- le endilgara el absurdo mote de "hispanista". Pero fue -y todos sus trabajos lo demuestran ostensiblemente- el historiador que supo -habiendo incursionado prácticamente en todos los aspectos y etapas de nuestro pasado- defender, con uñas y dientes, la integridad de nuestra historia e integridad además de la ineludible condición simbiótica de nuestro pasado y presente. Como maestro, dejó una herencia de profesionales e intelectuales de nota que nos enorgullecen y lo recuerdan entrañablemente: Vargas Llosa, uno de ellos, que durante los últimos años trabajó codo a codo con él, reconoció en alguna ocasión que la historia del Perú la aprendió "en su biblioteca de la calle Colina". En España, como diplomático, manifestó una actitud pocas veces repetida -por otras personas- de dignidad y patriotismo: renunció a la misión diplomática ante el agravio a los símbolos patrios y la pusilánime, cobarde e indecorosa respuesta del gobernante de turno que poco antes había alterado el orden democrático derrocando a Bustamante y Rivero que fue uno de los más decentes gobernantes que ha tenido el Perú. En otra oportunidad, ya casi al final de sus días, expresó valiente e insobornablemente su vocación por la libertad, la justicia y la unidad latinoamericana cuando en la Reunión de Cancilleres de Costa Rica se vio el delicado caso de Cuba. Este hombre murió a los 63 años, habiendo sido -¡cómo no!- el blanco de diatribas y casi demenciales agravios, incluso de algunos desleales personajes formados por él. Como alguna vez llegó a expresar Martin Adán, nuestro poeta, en una conversación privada, según recuerda Félix Álvarez Brun -que fue uno de los más conspicuos discípulos del autor de Fuentes Históricas Peruanas-: "no lo mató la cardiopatía, lo mató la Cancillería". Lo mató la deslealtad y la infamia. Merece, sin ninguna duda, un justo homenaje oficial. La sala del Palacio de Gobierno -es mi modesta opinión- en la que se reciben las credenciales de los embajadores que se acreditan ante nuestro país, debería llevar su nombre y ostentar en lugar preferencial su imagen serena y respetable. No se le debe ningunear, como lamentablemente suele ocurrir en este país que a veces se comporta como la madrastra de sus hijos. El Perú le debe mucho al maestro Raúl Porras Barrenechea -que es el ilustre personaje al que me refiero-; lo merece, por justicia y como gratitud patriótica.
jueves, 22 de marzo de 2012
DON NÉSTOR JÁUREGUI
(Texto escrito en febrero del 2006)
martes, 20 de marzo de 2012
TOROS, CUCARACHAS Y ESE "MONTÓN DE CÉLULAS"
miércoles, 14 de marzo de 2012
¿DELITO DE NEGACIONISMO?
Según el Ministro de Justicia, el Ejecutivo propondrá la incorporación del negacionismo como delito. El negacionismo sería, así, una figura penal caracterizada por la negación de los crímenes cometidos por grupos terroristas. Esta medida se daría en vista de que el delito de apología del terrorismo no dio lugar -en la práctica- a sanciones reales y efectivas. Es innegable que la propuesta en mención va a dar pie a más de una opinión (de apoyo y de discrepancia). En algunos países, como Alemania, el negacionismo es considerado un delito. Pero, sinceramente, aún a pesar de las respetables razones que sustentan tal cosa (y de las justificaciones que se pretenderían dar en nuestro país), creo que se trata de una norma absurda, descabellada. El negar los crímenes, como los perpetrados por Sendero Luminoso, por ejemplo, no es una conducta que pueda -en un sano juicio- tipificarse como delito, pues corresponde simple y llanamente a una percepción, a una opinión, a un criterio, respecto de algo ocurrido y no respecto de lo que pudiera ocurrir en adelante. Nadie comete un crimen retroactivamente. Si yo dijera que la muerte de Edwin Elmore no fue un crimen, ¿acaso me convertiría en culpable de lo que hizo Chocano y debiera, por ello, ser perseguido y condenado? No. Esto solo correspondería a una visión distorsionada, equivocada y desafortunada acerca de ese hecho. Y, como sabemos, la estupidez no es condenable. El negacionismo es, simplemente, eso: estupidez, ceguera histórica, nada más. Como dije en otro momento, el Estado tiene derecho a defenderse y a defender a la sociedad y por eso tiene en sus manos la facultad punitiva. Pero la defensa debe efectuarse bien, sin deficiencias ni excesos, y, sobre todo, con inteligencia. Sin atentar contra derechos básicos, respetándolos. La apología sí puede -con justa razón- ser un delito, porque no solo se comporta como defensa y alabanza, sino como aliento, como apoyo a aquello que es dañino. En cambio, una interpretación de los hechos ocurridos a través de la historia, es solo el ejercicio (inteligente o -repito, y disculpen el exceso- estúpido) del derecho a pensar. Esperemos que se imponga el buen juicio.
sábado, 10 de marzo de 2012
LOS FUSILAMIENTOS DEL CHE
miércoles, 7 de marzo de 2012
TELEVISIÓN Y ADOLESCENCIA
Así, la televisión se convirtió en un medio valioso para transmitir entretenimiento a través de programaciones musicales y de buen humor, pero también con informaciones que, a diferencia de la radio, venían con el apoyo ilustrativo de videos que mostraban ante los ojos sorprendidos de las familias, los hechos propiamente dichos (haciéndose realidad aquel dicho popular que afirma que “una imagen vale más que mil palabras”). Si la gente se había acostumbrado, por ejemplo, a escuchar las minuciosas narraciones de los partidos de fútbol en las emisoras de radio, esta vez, en su propia casa, sentados en la comodidad de un sofá podían ver las jugadas minuto a minuto en la pantalla de eso que algunos han venido en llamar la “caja boba”, la televisión. Algo, en verdad extraordinario.
Pero la televisión, además de entretenimiento e informaciones, podía tornarse en un poderoso medio de formación, transmitiendo educación y cultura. Con esto los niños y adolescentes podrían resultar ganando significativamente. Porque, en efecto, aparecía una oportunidad valiosa para que la escuela pudiera ir más allá de las aulas y ser algo así como una “escuela abierta” o una “escuela del aire”.
Pero la realidad demuestra que no siempre las expectativas se cumplen.
***
Hubo, en nuestro país, una época en que algunos canales de televisión “apostaron” por programas de ese tipo y entregaron educación y cultura, lo que fue sumamente edificante y alentador. Sin embargo, no duraron mucho tiempo. La euforia fue diluyéndose. La voluntad comercial comenzó imponerse. El idealismo de aquella etapa se volvió cosa del pasado, pasó a la historia. El asunto, ahora, era vender y cada día vender más. Los comerciantes daban su aporte, a través de spots publicitarios, pero a cambio la televisión tenía que asegurarles que la programación puesta al aire contaba con una importante audiencia. Fue así como apareció un nuevo elemento o factor: el raiting que viene a ser la medición que indica el porcentaje de hogares o televidentes con la televisión encendida en un determinado canal, programa, día y hora específicos[1].
Es decir, en buena cuenta, la prioridad de las empresas propietarias de canales de televisión, fue mantener el apoyo publicitario que les permitiese la vigencia de sus medios televisivos, y optaron por difundir programas que coincidieran con el gusto de las mayorías (hicieron lo que algún locutor de radio llamaba “lo que a la gente le gusta”[2]) y así lograr que el “raiting” les proporcionara cifras alentadores de audiencia. Ya no importaba apostar por buenos contenidos. Y la verdad era que aquello “que a la gente le gusta” no era sino lo que los empresarios televisivos o los grupos de poder querían infundir como un presunto “gusto popular”.
Así aparecieron, en algún momento, los famosos “cómicos ambulantes” con programas de humor realmente grotesco y que eran verdaderamente impresentables; pero, como se dice popularmente, “caballero nomás”, lo que importaba era ganar audiencia, lo demás era lo de menos. También aparecieron programas heméticos como los de Laura Bozzo y Maritere Braschi: los llamados “talk shows”. Probablemente lo que prevalecía era la idea según la cual “negocios son negocios”.
Esto, evidentemente, no solo no era educativo o cultural, sino, sobre todo, era un atentado contra el buen gusto y una especie de veneno para las mentes de niños y jóvenes. Es decir, era aquello que se ubicaba en las antípodas de lo que se entiende por educación o enriquecimiento espiritual; en una palabra: antivalores.
***
Hablemos específicamente de la adolescencia. La adolescencia –que viene del latín "adolescere": crecer, desarrollarse- es una etapa de cambios profundos en el ser humano. “Es un fenómeno biológico, cultural y social, por lo tanto sus límites no se asocian solamente a características físicas”[3]; lo cual significa, entre otras cosas, que mucho tiene que ver con el crecimiento emocional o psicológico, el estímulo que se recibe de fuera, de la sociedad, de la cultura. Si los estímulos son adversos, es obvio que el adolescente sufrirá negativamente los efectos.
La televisión –entendamos bien- no es en sí misma negativa y, por tal razón, no debe ser satanizada[4]. Pero hay que decir que la televisión -a la que en los últimos años se ha sumado el influjo negativo de la Internet[5]- no ofrece, lamentablemente, nada rescatable.[6] Es –como ocurre con la Internet- el uso lo propiamente negativo. Y aquí digámoslo descarnadamente: solo faltaría que en las pantallas de televisión pusiesen spots publicitarios ofreciendo la venta de cocaína o “éxtasis”. En alguna forma, todo lo demás ya existe (violencia[7], sexo, chismes, etc.). El tema de las “prostivedettes” que se hizo conocido en algún momento, parecía, más bien, como una publicidad a favor del meretricio. Hubo una serie que logró importante audiencia en los distintos estratos sociales que, si nos ponemos a analizarla detenidamente, terminaremos pensando que la televisión trataba de enaltecer y convertir en una suerte de héroes a personajes que no solo carecen de cualidades buenas o positivas, sino que son en realidad un mal ejemplo para niños y adolescentes. Esta serie fue “Misterio”. ¿Qué ganancia pueden obtener nuestros hijos de esto? Ninguna, realmente. Lo que logran es solamente torcer su conducta y creer que todo aquello que ven en la pantalla es digno de imitación. Los valores comienzan a resquebrajarse. Las pandillas, es decir, los grupos de púberes o adolescentes que en algunos barrios de la capital se enfrentan a pedradas, y a veces emplean hasta arma blanca e incluso armas de fuego, pueden creer que la televisión, en lugar de deplorar sus actos, los está alentando. El chisme y la incursión en el territorio íntimo, privado, de las personas y familias parecían haber roto la barrera de la tolerancia en programas como el de Magaly Medina. Es decir, repetimos, solo faltaría que la televisión ofrezca la venta de droga, para coronar su gesta de perversión e infamia.
***
Esperar que la televisión en el Perú (me refiero a la llamada “televisión abierta”) contribuya a la educación y cultura, es pedir peras al olmo. Está demostrado que más puede el “raiting”, el peso del negocio, de la venta. Y, claro, hay que reconocer una verdad: por razón de la libertad de expresión y de prensa, nadie, ni el Estado, puede intervenir para dirigir o, como se dice últimamente, “direccionar” el sentido de la televisión peruana. Este es, en realidad, un asunto de conciencia, de moral, que deben asumir los dueños y conductores de las empresas televisivas.
¿Qué hacer mientras tanto? La respuesta debe ser de estos tres elementos decisivos: el Estado, la escuela y la familia. El estado, por ejemplo, debe fomentar más intensamente la lectura a través de las escuelas, las bibliotecas de barrio, etc. La escuela debe preocuparse porque sus maestros pongan mayor atención en la formación de los niños y adolescentes, tomando conciencia de que no solo se trata de transmitirles información o conocimientos, sino, sobre todo, de educarlos, de moldearlos, empleando como recurso especialmente el buen ejemplo. Las familias no deben descuidar a los hijos; lamentablemente las urgencias de carácter económico hacen que los padres estén la mayor parte del tiempo alejados de sus hijos y sabemos que cuando ello ocurre, los niños y adolescentes están expuestos a las tentaciones y “las malas juntas”, lo que da lugar a los vicios y otras lacras.
No sabemos a qué se debe que a la televisión se le haya endilgado el apelativo de “caja boba”. De lo que sí estamos seguros es que ese pequeño aparato puesto en la sala o el dormitorio, conduce las mentes de las personas que están sentadas frente a él con un control remoto en la mano. El uso del control remoto podría hacernos pensar que la persona que lo manipula es quien “maneja” la situación, sin embargo es todo lo contrario. Aquel invento (la televisión) que en 1929 comenzaba auspiciosamente, como hemos visto antes, sus transmisiones en Londres y Berlín, en buena cuenta se ha convertido, en el perverso advenedizo de las familias. Es el reemplazo de los padres, un reemplazo que no cumple con el papel formativo que no pueden, por diversas razones, ejercer los padres, sino que se empeña en hacer todo lo contrario: en dañar la personalidad de niños y adolescentes.
El Estado, la escuela y los padres debieran repensar respecto del rol que les corresponde ejercer en estos tiempos tan difíciles. El Estado especialmente debería asumir esto como un dogma: la mejor inversión es la que tiene que ver con la educación. Si queremos que nuestra patria tenga un futuro alentador y fértil, nuestros niños y adolescentes deberían crecer en un ambiente en que los estímulos sean siempre positivos. Si bien, como hemos visto, hay razones para culpar a los medios como la televisión por el papel nada edificante que desempeñan en la sociedad, también es cierto que enfrentar esta situación es tarea de todos. Es, pues, nuestra responsabilidad.
***
[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Rating
[2] Esta es la frase más conocida que solía expresar Alfonso, “Pocho”, Rospigliosi, que fuera director del antiguo programa deportivo “Ovación”.
[4] Como muy bien se dice en una página web, la televisión puede ser “un instrumento eficaz para el desarrollo y enriquecimiento humano”; ya que ha habido programas que “han demostrado que la televisión les puede enseñar a los niños nuevas habilidades, ampliar su visión del mundo y promover actitudes y conductas prosociales.” (Monograf
[5] No se está afirmando aquí que la Internet sea en sí negativa. La Internet es una de las más extraordinarias creaciones de los últimos tiempos. Gracias a ella el mundo se ha convertido realmente en un pañuelo. El problema de la Internet no está en ella misma, sino en el uso perverso que pueda dársele y que de hecho se da por gran parte de las personas que acceden a ella, especialmente niños y adolescentes.
[7] “Al dirigirse al Comité Senatorial de los Estados Unidos para asuntos gubernamentales, Leonard Eron, una autoridad en el tema de la influencia de los medios de comunicación en los niños dijo: "Ya no queda duda alguna de que la exposición repetida a la violencia en la televisión es una de las causas del comportamiento agresivo, el crimen y la violencia en la sociedad. La evidencia procede tanto de estudios realizados en laboratorios como de la vida real. La violencia de la televisión afecta a los niños de ambos sexos, de todas las edades y de todos los niveles socioeconómicos y de inteligencia. Estos efectos no se limitan a este país ni a los niños predispuestos a la agresividad". (http://www.monografias.com/trabajos5/adoles/adoles.shtml)
¿LA MUJER INDEPENDIENTE EN UN MUNDO GLOBALIZADO? (breve apunte a mano alzada)
En su más conocido libro, El segundo sexo, hace exactamente cincuenta y nueve años* Simone de
Beauvoir escribió: “La polémica del feminismo ha hecho correr tinta suficiente,
y ahora está prácticamente cerrada: puesto en boca. Y sin embargo seguimos
hablando de ello”. Si, tal como afirmaba entonces, la polémica estaba
“prácticamente cerrada”, hoy, en pleno siglo XXI, podríamos, tal vez, decir que
ha sido sepultada. Sin embargo, hay razones para pensar que no es así. En esta
época de globalización, aún persisten situaciones adversas cuando de género se
trata. En el presente ensayo pretendo exponer algunas consideraciones al
respecto.
La globalización, entre otras
cosas, tiene una característica que me parece básica: lo que ocurre en
cualquier punto del planeta, no solo puede ser conocido en otras latitudes
prácticamente en el momento en que acontece sino, sobre todo, tener impactos
inmediatos y muy intensos en muchos otros lugares y por consiguiente afectar
especialmente a los países en desarrollo debido a su alta vulnerabilidad. Es un
mundo interrelacionado en lo económico, lo financiero, las comunicaciones, los
mensajes informáticos, etc. Ofrece múltiples oportunidades para el aumento de
la producción de alimentos, el adelanto en medicina, la puesta en marcha de
sistemas educativos a distancia con acceso a los lugares más remotos (a través
de la Internet), y un sinnúmero de otras posibilidades de progreso. Es, en
verdad, extraordinario. Sin embargo, a pesar de todo ese lado bueno, salta una
deplorable paradoja. Se ponen de manifiesto situaciones de estancamiento o
deterioro en las condiciones de vida de buena parte de los habitantes del
planeta. Más de la mitad se hallan por debajo de la línea de la pobreza, las
desigualdades llegan a límites casi desconocidos, hay muy difíciles conflictos
en el terreno laboral y en la posibilidad de lograr empleo y, en fin, amplios
sectores del género humano están prácticamente excluidos de las oportunidades y
los progresos. Y esta exclusión, lamentablemente, también y sobre todo afecta a
la mujer o, para ser más concretos, a muchísimas mujeres.
Las largas luchas por la
equidad de género –promovidas en gran medida por los movimientos feministas-
han logrado importantes avances. Entre esos avances podemos mencionar la
igualdad de derechos jurídicos, la mayor participación política, los progresos
de la mujer en los diversos niveles de la educación y su rápida y creciente
incorporación a la fuerza de trabajo, etc. Todos estos logros han replanteado
su situación personal y han influido en su posición en la familia y la
sociedad.
En el caso de las mujeres
latinoamericanas, y particularmente las peruanas, se han producido avances de
gran significación en las últimas décadas. Hay una incorporación masiva de la
mujer a todos los estratos del sistema educativo. Un elevado porcentaje de
mujeres accede a la universidad y se profesionaliza tal como ha ocurrido con
los hombres. Por otra parte, ha crecido fuertemente su participación en la
fuerza de trabajo; y son muchas mujeres, incluso, el sostén económico de sus
hogares. En diferentes países, las mujeres acceden a importantes puestos
públicos: gerencias, direcciones, rectorías, ministerios; han llegado, incluso,
a ocupar la primera magistratura en algunos países. Ejemplos de esto son los
casos de Nicaragua, de La India, de Filipinas, de Chile, de Argentina, etc. Es
decir, pues, esta situación es realmente alentadora y gratificante y, sobre
todo, justa. Empero, no se puede negar que aún subsisten gruesas brechas en
grandes sectores. Muchísimas mujeres ven aún coartadas de diferentes formas sus
posibilidades existenciales básicas. Los problemas de pobreza, desigualdad y
exclusión, golpean en muchos casos de manera dramática a la mujer.
En muchos aspectos, lo que
señalaba Simone de Beauvoir en El segundo sexo, sigue teniendo vigencia. Decía
que “La mayoría de las mujeres actualmente están explotadas”, y es verdad.
Afirmaba que “Hay una función femenina que actualmente es imposible asumir con
total libertad: la maternidad”, y la realidad le da la razón. Pero esto, y
otras cosas, en la actualidad se da sobre todo en los sectores menos
favorecidos de las sociedades, aquellos sectores en donde pervive, casi a
manera de una suerte de “principio”, el machismo. Ellas no son,
definitivamente, mujeres independientes en el más estricto sentido de la
palabra; aunque parezca que, gracias al trabajo, han logrado traspasar en gran
medida la distancia que las separa de los varones. No, pues. Es cierto lo que
la escritora francesa escribió, que “el trabajo es lo único que puede
garantizarle (a la mujer) una libertad concreta”. Pero también es verdad que
cuando la relación laboral se da en términos de explotación –que es lo que
ocurre en muchos lugares- en que la mujer es la principal víctima, hablar de
libertad resulta entonces una reverenda ironía.
Otra cosa. Hay países en donde
se profesa la religión musulmana, cuyas mujeres están increíblemente sometidas
al varón; mujeres que hasta en sus vestimentas viven en una inadmisible
desventaja (tienen que ocultar el rostro, por ejemplo); y también mujeres que
no podrían “caer en la tentación” de una eventual infidelidad porque serían
terriblemente condenadas y llegar a ser lapidadas -así, como suena-, es decir,
apedreadas hasta morir, porque así lo disponen sus leyes. ¡En pleno siglo XXI,
época de la globalización!
En países como el nuestro
persiste una suerte de dogma perverso respecto de las relaciones de pareja. El
machismo y la situación de desventaja femenina, alimentada por las carencias
económicas, generó –no podemos saber desde cuánto tiempo atrás- el concepto que
puede parecer ironía o simple broma pero que encierra un drama espantoso:
aquello a lo que el común de las gentes conoce como “el amor serrano” y que
suele caracterizarse con una frase de resignación que linda con el masoquismo:
“más me pegas, más te amo”. A tal punto llega el machismo a someter a la mujer,
conduciéndola al desprecio de su propia dignidad.
Lo expuesto nos hace pensar,
pues, que aún en estos tiempos de globalización, de extraordinario desarrollo
tecnológico, de sorprendentes descubrimientos en las ciencias, hay situaciones
que no han sido resueltas todavía en cuanto a género se trata. La polémica del
feminismo probablemente haya perdido piso, pero no puede negarse que hay
razones para que preocupaciones como las de ese movimiento sigan en pie. Pero,
claro, no para proponer la supremacía de
un género sobre el otro. No se trata de ejercer comportamientos o actitudes
revanchistas o de virtual venganza, sino de reafirmación de la identidad y el
igualitarismos: no el odio de género.
Y, naturalmente, ya no es cuestión de “hacer correr tinta”, como decía
Beauvoir, sino de ir ganando terreno a través del reconocimiento de la dignidad
y la puesta de manifiesto de los propios méritos. No hay que gritar o
distribuir volantes o pasquines exigiendo el respeto a los derechos; hay que
ganarlos pero respetando uno mismo sus derechos. Y creo que ello puede lograrse
-y lo han logrado muchas mujeres- con lo que la autora de El segundo sexo
expresó: el trabajo. Hay muchas mujeres que pueden servir de ejemplo y
estímulo. Dije antes que hay muchos casos de mujeres que son el sostén
económico de sus hogares: son mujeres trabajadoras. Hablemos del Perú. En
diversas comunidades de nuestras serranías, las mujeres se dedican al trabajo
del campo en iguales condiciones que los varones; otras se ocupan de labores
artesanales y han llegado a agruparse en una suerte de cooperativas y con el
apoyo de organismos no gubernamentales han logrado acceder al mercado
internacional y vender ventajosamente sus productos. En sus hogares,
obviamente, se respira nuevos aires: los hijos se alimentan mejor y terminan el
colegio y están en condiciones de llegar a la universidad y profesionalizarse.
El ejemplo y estímulo que significan aquellas mujeres puede ayudar en gran
medida a resolver el asunto del que estoy hablando: la situación de desventaja
de muchas otras mujeres. Las organizaciones femeninas también deben seguir
haciendo lo suyo: apoyar y asesorar a las mujeres en situación de
vulnerabilidad. En el Perú existen algunas como “Manuela Ramos” y “Flora
Tristán”. Pero los gobiernos también tienen que asumir seriamente el papel que
les corresponde.
Recapitulando: la
globalización ha traído significativas ventajas, entre ellas las de la
comunicación; pero también puede generar, y los está generando, efectos
negativos. De lo que se trata es de aprovechar todo lo bueno que sea posible.
Sin embargo, no obstante el sorprendente desarrollo en muchos aspectos que nos
presenta este mundo globalizado, aún perviven lamentables desventajas
económicas en muchas partes del planeta, y una situación de vulnerabilidad en
significativos sectores en los que las principales víctimas son las mujeres.
Muchas de ellas han logrado salvar los escollos que las mantenían virtualmente
disminuidas con respecto al varón e incluso han accedido, entre otras cosas, a
importantes puestos públicos y son un ejemplo. Pero, como diría nuestro más
universal poeta César Vallejo, todavía hay muchísimo que hacer. Lograr que se
imponga el igualitarismo, no el odio de género.
© Bernardo Rafael Álvarez
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*Este texto fue escrito el 27 de noviembre del 2008
LA HUACHAFERÍA EN ÑA CATITA (breve apunte a mano alzada)
Una de las más conocidas obras teatrales peruanas (y que ha sido
representada en numerosísimas oportunidades), es la que escribió Manuel
Ascencio Segura. Me refiero a “Ña Catita”, representativa del denominado teatro
costumbrista. Obra que, en gran medida, es una de las primeras muestras de la
huachafería en la literatura peruana. Pero, naturalmente, cuando hablo de
huachafería no estoy diciendo que la obra sea, en sí, huachafa. Manuel Ascencio
Segura es, sin ninguna duda, no solo el más reconocido de nuestros dramaturgos
sino que, además, es el fundador por antonomasia del teatro peruano. Nació en
1805 y falleció en 1871. Escribió catorce piezas teatrales, entre comedias,
sainetes y juguetes. Todas las escribió, como era usual entonces, en verso. La
primera comedia escrita por él se llamó “La Pepa” que, sin embargo, nunca llegó
a ser representada o a ser publicada: se trataba de una obra con una cierta
dosis de antimilitarismo, razón por la cual, probablemente, se prefirió no
darla a conocer en público ya que Segura era un hombre de armas (recuérdese que
combatió junto a su padre en la batalla de Ayacucho). La crítica al militarismo
se volvería a poner de manifiesto más tarde en una obra que, dicho sea de paso,
fue una de las más aceptadas por el público; estoy refiriéndome a “El Sargento
Canuto”. Manuel Ascencio Segura en sus obras acostumbraba poner un notable
componente de mordacidad, mordacidad expresada incluso en sus artículos de
carácter político, pero de un modo diríamos elegante, es decir, sin caer en
actitudes ridículas o chocantes, de mal gusto. Su tono era satírico. A la
manera de los caricaturistas, procuraba resaltar los aspectos más pintorescos o
“menos nobles” de la realidad o, más precisamente, del comportamiento de las
personas, del limeño concretamente, y sus costumbres.[1]
Mario Vargas llosa afirma que “la huachafería es algo más sutil y
complejo que la cursilería”. Expresa que se trata de “una de las contribuciones
del Perú a la experiencia universal”. Agrega que “la huachafería es una visión
del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar,
expresarse y juzgar a los demás”. En cambio, la cursilería “es la distorsión
del gusto. Una persona es cursi cuando imita algo –el refinamiento, la
elegancia- que no logra alcanzar, y, en su empeño, rebaja y caricaturiza los
modales estéticos.”[2]
El autor de “La guerra del fin del mundo” tiene mucha razón. Y, obviamente,
admiramos el rescate que hace de esta cualidad y de esta palabra muy peruana.
“Ña Catita” es una comedia dividida en cuatro actos. Se desarrolla
en Lima. Es una historia que habla del amor de Alejo por Juliana, una joven que
se siente enamorada de otro hombre, Manuel. La madre llamada Doña Rufina acepta
el cortejo amoroso de Alejo (un joven presumido y huachafo) y lo hace por
consejo de la intrigante y chismosa Ña Catita. Juliana obviamente se siente mal
y es consolada por Mercedes que es la empleada de la casa. Ña Catita sirve,
pues, de alcahueta al petulante galán y lo hace adulando y engriendo a Doña
Rufina. Tiempo después llega a la casa, Don Juan quien reconoce a Alejo y lo
desenmascara frente a toda la familia, aclarando que en realidad se trataba de
un impostor, que se hacía pasar por gran Señor embaucando así a indefensas
jovencitas. Ña Catita, la alcahueta, es arrojada de la casa junto con el padre
del “novio”. La madre de Juliana, arrepentida y avergonzada pide perdón a su
hija por tratar de obligarla a casarse con quien no amaba.
La historia, como se ve es sumamente simple. Nada “del otro
mundo”. Pero no es en eso en que quiero incidir, sino en algo que me parece hay
que tener en cuenta y he tratado de sacarlo de contexto por lo significativo
que es. He aquí un fragmento de la obra: “RUFINA: ¡Qué! ¿Padece usted de
esplín? ALEJO: ¡Ah! Si parezco un bretón; pronto se me pasa. Tomando un vaso de
ponch, o una copa de coñac, como si tal cosa estoy.” Esta es,
como se ve, una muestra de huachafería expresada en el joven Alejo. Es que, en
efecto, los aspectos principales que se observan en la obra son la lucha de los
sexos, la falsa beatería, y la afectación extranjerizante. Habla de esa afición
tan limeña por las modas que vienen del exterior. Y no solo se habla del uso de
expresiones (por ejemplo: coñac, ponch), sino también respecto de las
prendas de vestir y también la imitación limeña de inclinaciones y posturas
románticas. Por ejemplo cuando don Alejo se refiere a Juliana llamándola
Julieta, y es prontamente imitado en eso por doña Rufina suscitando la ira de
su marido.
Probablemente no sea una obra maestra, como han dicho algunos.
Pero es valiosa por su humor y por ser, además, una suerte de documento
testimonial de una época.
[1]
José de la Riva Agüero escribió: “…mucho más en contacto con la vida popular, y
embebido con los costumbristas españoles, aparece Manuel Ascencio Segura, que
produjo un teatro regional, pintoresco y sabrosísimo, digno de competir con los
mejores sainetes de don Ramón de la Cruz” (“El Perú histórico”, 1921)
[2]
Artículo de Vargas llosa publicado en el diario El Comercio, 28 de agosto de 1983
(Setiembre, 2009)
© Bernardo Rafael Álvarez
ÑA CATITA, LA ALCAHUETERÍA EN EL TEATRO (breve apuntes a mano alzada)
Lo que Fernando de Rojas representó en su obra maestra, “La Celestina”, podemos encontrarlo también en una de las más celebradas y representativas obras del teatro peruano: “Ña Catita”. El tema del “celestinismo”, es decir, la “alcahuetería” o sea la función morbosa, enfermiza que desempeñan algunas personas a las que se llama alcahuete o alcahueta, según el género. Alcahuete es, según el diccionario, la “Persona que concierta, encubre o facilita una relación amorosa, generalmente ilícita.” Pero también existe la acepción de “correveidile, chismoso”.[1] Pero, claro, “Ña Catita” es, fundamentalmente, una obra costumbrista. Como sabemos, el costumbrismo, abarcó todo un período en el que la agitación política era el pan de cada día, cuando se daban las luchas caudillistas y las dictaduras. El costumbrismo tiene una característica básica: su apego a la realidad que es retratada con un tono humorístico, sarcástico y satírico. En esta corriente, además de nuestro autor, destacó Felipe Pardo y Aliaga (con obras como "Frutos de la Educación", "Don Leocadio", "El Aniversario de Ayacucho" y "Una huérfana en Chorrillos"); pero también hubo un autor que es poco conocido y que Luis Alberto Sánchez destaca: José Joaquín Larriva y Ruiz, llamado “el cojo Larriva” que era famoso “por su repentismo y mordacidad”[2]. Manuel Ascencio Segura, al que unánimemente se considera como el padre del teatro peruano, escribió artículos costumbristas, poesía satírica y comedias, entre las que destacan “La Palimuertada”, “El Sargento Canuto”, “Las Tres Viudas”, “La Pepa”, etc. Pero, sobre todo, la obra a que se refiere este ensayo, “Ña Catita”. Escribió artículos de costumbres y letrillas contra el mariscal boliviano Santa Cruz.[3] Poco conocido es que Manuel Ascencio Segura fue un militar, llegó al grado de Sargento Mayor, y se retiró del ejército en 1842; peleó en la Batalla de Ayacucho formando parte del ejército español. Sin embargo, cuestionaba los abusos de los militares y esto este rechazo es lo que puso de manifiesto en la que viene a ser su primera obra teatral, “La Pepa” y en “El Sargento Canuto” que es una de las más conocidas junto a “Ña Catita”. “Ña Catita”, que es la obra de la que me ocupo, tiene, como he dicho al principio, mucho de costumbrista; lo es en realidad. Pero, como era característico en Segura y otros autores de la época, tiene un indudable tono cómico, es decir, se trata de una comedia. Lo notable, entre otras cosas, es el marcado uso del lenguaje de aquella época. Es una obra realmente sencilla, carece de ampulosidad; inclusive, el desarrollo de su trama no se ubica más que en un pequeño ambiente, una casa familiar para ser más precisos. Aunque tiene mucho que la diferencia de la obra del español Fernando de Rojas, sin embargo nadie puede negar que el tema que aborda es el mismo, la alcahuetería. “La Celestina”, como su autor la calificó es una “tragicomedia” (“Tragicomedia de Calixto y Melibea”, es el título que le dio su autor), en cambio “Ña Catita” es solo comedia por sobre todas las cosas: nadie muere en su argumento como sí ocurre con “La Celestina”. Pero lo cierto es que aborda lo que llamaría el tema del “celestinismo”, pero lo hace con matices propios que la diferencias de “La celestina”. Ambas obras son teatrales (funcionan sobre la base de los diálogos), pero hay un asunto importante que mencionar: por su extensión, “La Celestina” resulta difícil de ser representada en un teatro, salvo que sea sometida a condensación o a un resumen; en cambio ello no ocurre con “Ña Catita”. Dije al principio que trataba de la “alcahuetería”. Efectivamente. Y que por ello lo identificaba con “La celestina”. Pero debo expresar que si ambas obras se ocupan de este tema, es preciso aclarar que la obra de Fernando de Rojas considera solo el aspecto referido a una de las acepciones del término alcahuete, “Persona que concierta, encubre o facilita una relación amorosa, generalmente ilícita”. Lo que ocurre con “Ña Catita”, va más allá, pues también considera la otra acepción: “correveidile, chismoso”. El personaje central de esta comedia es eso también: una mujer chismosa. Intrigante y chismosa, lo que hace es aconsejar mal a Doña Rufina, la madre de Juliana, a fin de que esta se case con un joven que no valía la pena, pero, felizmente, aparece una persona que evita que se concrete lo que llamaríamos el infausto matrimonio.
Setiembre,
2009
© Bernardo Rafael Álvarez
[1] Diccionario de la real Academia, 22º Edición.
[2] Luis Alberto Sánchez: La literatura peruana. P. l. Villanueva, editor. Lima, 1973.
[3] Luis Alberto Sánchez: La Literatura Peruana. P. L. Villanueva, editor. Lima, 1973.