sábado, 31 de diciembre de 2011

LA NOBLE NOVELA DE UN NOVEL NOVELISTA DE OCHENTA Y CINCO AÑOS ("Mina Maldita", de Manuel Torres Pereda)

Manuel Torres, con el amor de su vida; HIlda Gallarday, la madre de sus hijos.
Cuando don Manuel Torres me pidió que hiciese la presentación, aquí, de su novela, les cuento, acepté de inmediato. Claro, no sabía en lo que me metía. Que me sentí honrado con el pedido, les confieso, así fue: me sentí sumamente honrado. Participar como una suerte de sacerdote (por cierto, sin sotana ni estola) en una ceremonia –acto cultural le dicen- que es casi como un bautizo es algo que me abruma pero al mismo tiempo me regocija. Entiendo que un bautizo tiene mucho de buen augurio: es dar fe y testimonio de la presencia de un nuevo ser (en este caso un libro) y consagrarlo anticipando, con nobles deseos, la bondad de su futuro. Sí, pues, un sacramento.

Dije que no sabía en lo que metía. Es la verdad. Les sigo contando. Lo que vino después de la conversación, vía telefónica, con don Manuel, fue la pregunta, íntima, que me pareció definitivamente impostergable: ¿Qué debo hacer: ser complaciente, ser crítico o ser indiferente? ¡Uf! Dura tarea encontrar la respuesta acertada y conveniente. Tener que hablar en público acerca del libro primigenio de un amigo que es, además, pariente y paisano, es sentirse obligado a elegir lo primero: alabarlo. Porque ser indulgente es el mejor recurso para mantener –bajo el manto infame de la hipocresía- las buenas relaciones, en una palabra: para quedar bien. Evitamos, así, que se lastime la sensibilidad del amigo y pariente, y todo queda en paz. Es lo único que se gana. Ser crítico (quiero decir, desempeñar el papel de censor), supone poner atención a las calidades de la obra, pero con ojo avizor y zahorí, lo que generalmente significa convertir a la mirada en una guadaña. Es otra cosa, sin duda. Podría –si el autor de la obra colocada sobre el tapete tiene suficiente entereza y seguridad en sí mismo- ayudarlo a corregir desaciertos que son explicables al principio o a refinar los logros felices de su trabajo: pero –he aquí el riesgo- también podría ocurrir el colapso de una vocación y la frustración de un talento y de una esperanza. Esto suele ser lamentable. Pero lo que –bajo todo punto de vista- sí tiene connotaciones de perversidad, es adoptar la postura del indiferente, no ser chicha ni limonada. Con esto nadie gana, en absoluto: dejar hacer, dejar pasar...

Bien, frente a estas dudas “que tormentosas crecen” (como en el vals), compulsándolas con calma y serenidad decidí por lo que me pareció y me parece lo correcto: echar mano a una cuarta opción. No seré, por separado, me dije, ni complaciente, ni crítico, ni indiferente. Voy a ser justo. Es así, pidiendo las disculpas por las limitaciones de mi capacidad para estas tareas, como voy a abordar el tema tan difícil que se me ha asignado.

Pallasca y don Manuel

Pallasca
Don Manuel Torres, que a partir de ahora forma parte de ese mundo medio sin forma de los escritores, el mundo de la literatura, nació en Pallasca, que es, como escribí en otra parte, “un pueblito de la sierra ancashina, bello, saludable y acogedor, por sus paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de su gente, que es capaz de atraer al más distante de los humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón.” Pallasca, no obstante sus ostensibles bondades, sufre la relativa escasez del líquido elemento. Por ello es que, desde muchos años atrás, socarronamente se les asignó a sus pobladores el mote de “chupabarros” que más que una ironía agraviante ha sido asimilada, con espíritu alegre, como un estímulo y acicate para procurar la satisfacción de las necesidades y mirar hacia adelante con optimismo y dignidad. Si algo debemos resaltar en el espíritu de los pallasquinos es eso: la dignidad. Pretendieron, cuando la guerra del Pacífico, atarantarlos, pero la respuesta que encontraron los invasores fue heroica e insospechada. Buscaron trastornar su integridad moral, cuando se produjo una demencial incursión terrorista, pero su valor se impuso. Es que Pallasca podrá adolecer de algunas carencias materiales, pero es rico en vigor, buena voluntad y esperanza...y algo más: alegría, que lo convierten en un pueblo bello y sanamente opulento en el plano espiritual.

Por eso, Pallasca no podrá, probablemente, ofrecer de modo desmesurado bienes materiales pero sí está dispuesto a la oblación de hombres y mujeres de bien y los benignos frutos de su espíritu. Ahora estamos frente a una muestra de ello. Frente a la entrega de una novela. Una novela –vaya, qué circunstancias- escrita no por un joven (quiero decir un joven cronológicamente hablando) sino por un hombre que hace unos días nomás cumplió ochenta y cinco años de edad. Como muy bien apunta el Dr. Álvarez Brun en la nota de saludo y presentación, a esta edad “muchos escritores ya han dejado de escribir y, sin embargo, él (don Manuel Torres) recién empieza a regalarnos el bello y vigoroso producto de su talento creativo.” Esto es excepcional, gratamente excepcional y meritorio. Por ello, yo lo celebro sin reservas.

Don Manuel Torres pertenece a una valiosa generación de Pallasquinos, que aportó buena voluntad, entusiasmo, imaginación, cariño y enseñanza, con todo lo cual contribuyó a que nuestro pueblo pudiese mostrar, con orgullo y como sello característico, una luminosa prestancia. Un grupo del cual formó parte él y que, según recordaba en una bella misiva, fue calificado por las buenas lenguas como “los notables”, estuvo constituido por quienes voy a nombrar tal como se les conocía: don Shanti, el "Cashpo" Villa, el "Gringo" Rafa, el Maestro Reina y el "Sordo" Gavidia. Ellos, que formaban un círculo compacto porque solían estar cerca en reuniones sociales y de otra índole, representaron con otros pallasquinos de la misma hornada más o menos (voy a mencionar solo a algunos: Mario Vidal, Angel Acorda, Alfredo Machado...) la mejor expresión de lo que se dio en llamar los “togados” que, en el caso particular de ellos, nunca fue sinónimo de poder económico, caciquismo o, peor aún, de desprecio por los demás sino, simple y llanamente, de decencia y docencia.

Conmovedor hubiera sido, un privilegio hubiera sido, si esos queridísimos paisanos nuestros que, lamentablemente, hace mucho tiempo nos dejaron, estuvieran presentes esta noche. Gracias a Dios, los pallasquinos, además de poseer buena memoria somos dueños insobornables de ese a veces esquivo sentimiento que dignifica y que se llama gratitud. Y siempre viviremos agradecidos por lo que significaron nuestros mayores. Y los llevaremos, siempre, en el corazón.

Y en el corazón –cómo no, pues- llevamos, también, prendido como si fuera una medalla de San Juan Bautista, el cúmulo de añoranzas de nuestra amada tierra, la tierra de don Manuelito Alvarado y de don Lorenzo Paredes: su gente, sus paisajes, sus costumbres, su clima, sus palabras. Y pareciera que para ayudarnos en la recuperación de algunos elementos que, a pesar de la buena voluntad y la salud de nuestra nostalgia, parecieran extraviarse en nuestro registro evocativo, para ello es que apareció don Manuel. Cuando abre la boca (perdonen esta expresión medio grosera), es como un mago que de una minúscula caja extrae infinidad de objetos de distintas formas y colores. Es que –como también está dicho en la nota de saludo a que aludí antes- “la fluidez de su verbo, la precisión de su memoria, el torrente de su imaginación y la chispa de humor” que despliega hacen que, cuando le escuchamos, nos refocilemos con la nutrida y variada referencia a hechos anecdóticos ocurridos en nuestro pueblo y, más que eso, que nos enriquezcamos con las enseñanzas que de ello surgen. ¿Quién no conoce, quién no ha escuchado al Manuel Torres orador, didáctico, persuasivo y convincente, digno de las más espléndidas ágoras?

Mina maldita, la novela

Bueno, pues, ahora estamos conociendo al otro Manuel, al que se mantuvo oculto durante muchísimo tiempo: el Manuel Torres novelista, parte de cuya biografía, probablemente esté confesada en el libro que hoy se ofrece. Porque “Mina Maldita” (título de la obra) sitúa sus principales secuencias básicamente en Huayllapón, asiento minero productor de Tungsteno, en donde –según sabemos- laboró como administrador cuando aún era joven. Es probable -repito y no estoy en condiciones de dar fe de ello- porque uno de los protagonistas de la narración tiene mucho de parecido con el autor. Pero, en fin esto es trabajo de hermeneuta y pesquisidor que no me corresponde.

Lo que sí puedo decir es que, así como suele desbordarse generosamente en su oratoria, en su escritura (los lectores van a darme la razón) también es de una consistencia nutricia. Las atinadas y agradables referencias a nuestra región son dignas de reconocimiento. La limpieza del discurso; la densidad y riqueza expresiva, casi barroca, de las descripciones; la destreza con que asume el desarrollo narrativo, su fluidez y amenidad y el manejo ágil de los diálogos, me parece, son muestras innegables de talento, de sensibilidad y, además, de una refinada cultura. Leamos, a manera de ilustración lo siguiente: “Por entre las pétreas agujas de las elevadas montañas del wolfrámico Huaura y otras cumbres, cual planas lenguas de fuego helado sobre las áureas siluetas de los pajonales, se extendían inclinadas e impávidas las agónicas luces del sol que, presuroso, corría a los brazos de su negra amada, la noche...” Esta es una acuarela sensual, poética, del paisaje andino, de nuestro paisaje. O este otro fragmento: “...conscientes del silencio nocturno, lanzaron, parecía concertadamente, una ligera risa y se ajustaron mucho más las ya más sudorosas manos, que pregonaban eléctricamente sus febriles deseos de apulparse en el interior de la cueva.” Es erotismo pleno, de fina factura. Y esto, señores, lo ha escrito don Manuel y a él se le debe el crédito de este inesperado aporte a la literatura: el verbo pronominal apulparse.

Debo reconocer, con sinceridad, que gracias a esta novela he podido recuperar expresiones que escuché y pronuncié cuando niño y que, por obvias razones, quedaron como traspapeladas. Don Manuel nos habla –poeta, pues- de las nubes shalpirejas, es decir, enrarecidas o rotosas; hace referencia a las manos pispadas o, como diríamos aquí en la urbe, cuarteadas por el frío serrano; menciona a la gallina shansha porque tiene las plumas encrespadas; a los gallinazos los llama shingos y al placer de saborear una humilde pero exquisita comida le dice chumbaquearse (recuerdo aquí el cushal, aquella restauradora sopa de nuestros hombres de campo). Y, naturalmente, no podía estar ausente aquello que es auténticamente pallasquino, el ¡ñau, cho!, es decir, “qué rico, amigo” (“chumbaquearse”, pues). ¡Es el habla de mi tierra en la literatura peruana!


Y también tengo que aceptar que me he regodeado, jubiloso, volviendo -gracias a la lectura de esta novela- a caminar imaginariamente por “la serpenteada ruta de Shindol”; atravesando la “tranca de Colgazácape”, la quebrada de Túcua; deambulando por los corrales de Salayoc; y cuando el hambre aprieta, saboreando un “humeante plato de chochoca”. O, aún a pesar del hambre, viendo –acaso con sensaciones voyeristas- a nuestras chinas cuando lavan su coloridas lurimpas o se bañan en la acequia de Tambamba, ocultadas por el frágil resguardo de unas ramas de shiraque.

Pero esta novela no solo es refocilación. Sus historias giran alrededor de relaciones digamos prohibidas, surgidas a partir de la infidelidad femenina y la irresponsable y perversa osadía del varón que, envuelto en la bufanda de la apariencia, jura y rejura que sus sentimientos son sanos y hasta sublimes. Es una novela de amor, sin duda, pero del que yo me atrevería a llamar amor tanático. Normalmente asumimos que el amor es la celebración de la vida: el amor une, libera, da placer, es una entrega. La vida es, en rigor, producto del amor. Pero la realidad (oh, la realidad, enemiga de los sueños!) nos dice, con incontestable elocuencia, que el amor también puede hacer daño, incluso matar: ocasionar una inmolación (la literatura universal nos da más de un ejemplo) que es el extremo excesivo de la entrega; o, bien, ser el causante de un crimen. Eros y tánatos, sin líneas divisorias. “Mina Maldita”, la novela que nos ocupa, corresponde a esto. Podríamos decir –sin equivocarnos y precisando las cosas- que es la historia de amor de Mario y Emelda, que son sus innegables protagonistas: él, joven administrador en un asiento minero con una novia que le espera en su pueblo de origen y ella, Emelda, bella mujer, esposa de un humilde y esforzado obrero de la mina. Se entretejen otras historias, además. Sin embargo, yo diría que, fundamentalmente, el libro se centra en otra cosa: en el terrible drama de un hombre (Leónidas, el cónyuge de Emelda, la mujer empujada a la infidelidad) que experimenta el progresivo deterioro de su espíritu y de su cuerpo, víctima del alcoholismo y del derrumbamiento infame de su hogar y que, resulta irremediable, llega al más sórdido y miserable final: morir solo y expuesto a las aves carroñeras.

Y es, pues, allí, donde concluye estrictamente la novela, en el Capítulo XXXVI, que es uno de los más hermosos y mejor procesados. Leamos: “Así terminó la vida de un modesto minero, de aquel optimista Leónidas que cometió el error de llevar a esa “Mina Maldita” a tan linda mujer. Mujer que no calculó ni el presente ni el porvenir de ella, su marido y sus hijos. Por ella, Leónidas se convirtió en un consuetudinario (bebedor, se entiende) y sus hijos perdieron a su padre.” Pero, seamos justos, no solo por culpa de ella: también por la de los hombres –Mario el primero- que se atrevieron a incursionar, impelidos por el amor carnal, en ese territorio que, por humilde, no merecía ser hollado: el hogar de Leónidas y Emelda. (Debo reconocer, sin embargo, que este comentario sería, en realidad, motivo de una discusión de nunca acabar: recuérdese que en situaciones como la descrita también se suele culpar al descuido del marido, a las circunstancias que conspiran, a la luna, a la soledad, al frío...)

Dije que allí concluía la novela. Sí, pues. Porque lo que viene enseguida (capítulos XXXVII y XXXVIII) corresponde propiamente a lo que, en mi opinión, debió haberse nombrado como Epílogo, ya que el segmento final, al que se le ha llamado de tal manera, se comporta más bien como el soporte de unas ponderadas reflexiones de última hora. No es un problema de estructuración precisamente, sino de pura titulación o numeración de los capítulos. Tampoco es, entonces, un reparo u observación de importancia pero lo menciono porque, como anuncié al principio, quería ser justo. Y, siguiendo en este camino, tengo que hacer referencia a algo, también pequeñísimo, que no quise mirar de soslayo. Es evidente que la ubicación temporal de la novela concierne a los años de 1940, pero en uno de los diálogos aparece esta expresión: “Yo soy el “men” que, creo, no era usual entonces. En fin, es solo un detalle que muy bien podría pasar como una licencia del autor.

Nunca es tarde

Sí, en cambio, me parece inexcusable, y esto sí tómenlo como un cariñoso pero rotundo reproche, es la excesiva demora de no sé cuántos lustros en que ha incurrido don Manuel para presentarse como escritor, como novelista. Nos ha privado, y privó a los amigos y paisanos de su misma generación y a los demás (don Víctor Alvarado y don Pancho Nina, por supuesto, y Víctor H. Acosta y Teófilo Porturas, nuestros dos poetas) de vivir la noble experiencia que hubiera significado deleitarnos con la lectura de sus escritos desde antes de ayer hasta nuestros días. Pero, reza el dicho: “nunca es tarde cuando la dicha es buena”. Y tendremos que esperar más regalos de su talento y, estamos seguros, la generosidad de manos y corazón abiertos que es suya y solamente suya, seguirá gratificándonos, así: enormemente. El vigor juvenil y fértil de don Manuel, a despecho de sus ochenta y cinco años de edad (que, como ven, son esplendorosos), hará que tengamos nuevos productos admirables de su capacidad creativa. Ya –les cuento entre nos- me ha hecho el anuncio de una próxima novela: “Camino al Infierno”. Comprobado: tendremos más. Con criterio de conciencia y pruebas al canto tengo que decir, por consiguiente, que el reproche que me atreví a inferir, ha quedado diluido.

Un aplauso

Qué le podría decir, para terminar, a don Manuel. Dos cosas. Expresé hace un rato que don Manuel “a partir de ahora forma parte de ese mundo medio sin forma de los escritores, el mundo de la literatura” y, vuelvo a contarles: salvo a don Miguel de Cervantes Saavedra, el excelso autor de El Quijote, y a don Ricardo Palma, el creador de las Tradiciones, en este terreno lleno de baches, de arenas movedizas y precipicios, en mi larga y pobre trayectoria literaria he sido testigo de que a los escritores se les habla de “tú”. Y esto no significa, de ningún modo, irreverencia sino tan solo una muestra de respeto en confianza, es decir, despojado de solemnidad. Desde este momento, advierto, dejaremos el “don” de lado y le diremos: Gracias, Manuel, por tu talento. Gracias, por tu obra. Gracias, por tu cariño. Gracias, por ser pallasquino. Yo me siento feliz y orgulloso por ser –y esto va en entrega triple- pariente, paisano y amigo tuyo.

Mereces un aplauso. Y por ti, por la memoria de los paisanos que no están con nosotros y por la felicidad de nuestro pueblo, Pallasca -el pueblo de don Pedro Gutiérrez, el inolvidable Conshyamino-, bien vale la pena imaginar, retrospectivamente, un brindis emocionado con un vaso de grog aromatizado con panizara, en el billar de don Beto o en la tienda de Gerardo Zúñiga o en la de Rosita Popular, mientras que, con caja y pífano, Eleodoro Valdez, el chiroco, almibara la noche con las notas de El zorro negro . ¡Salud, caracho!

Lima, 11 de enero del 2007 (Presentación de la novela en el Club Ancash)

LA MADRASTRA DE SUS HIJOS




• Hace unos días puse en el Facebook el siguiente comentario: “Acabo de ver la entrevista de Beto Ortiz de esta mañana sobre el tema de los militares enjuiciados por el caso "Chavín de Huantar". Los entrevistados fueron Rocío Silva Santisteban y el general Chiabra.* Lo digo sinceramente, aunque sé que no va a gustar a casi ninguno de los dignos "feisbuqueros": el general Chiabra estuvo excelente”.



• Rocío Silva Santisteban contestó así: “Chiabra miente, exagera, grita y te encanta, Bernardo. La verdad que estoy sorprendida que la gente justifique que se realicen ejecuciones extrajudiciales porque los que morían eran terrucos. Herma Luz Melendez tenía 17 años, fue secuestrada por el MRTA, fue obligada a ir a la Embajada, lloraba todos los días porque quería salir de ahí, cuando la encuentran, y ella se rinde la matan de 17 balazas, 6 en la cabeza. ¿Qué me dices a eso?, ¿que está bien muerta porque era una terruca? ¿y Maoli, adónde se fue la solidaridad en este caso?”

 

• Mi réplica: “¿Quién justifica las ejecuciones extrajudiciales? Creo que aquí en el Facebook (y esto es algo que me alegra, frente a tantos despropósitos que veo) nadie justifica tales aberraciones e infamias. Y yo soy quien menos las justifica. Tal vez tenga yo un problema de percepción auditiva, pero en lo que ha dicho el general Chiabra no he escuchado que él las justifique tampoco. Voy a volver a ver el video más tarde (ahora estoy en una cabina pública) para corroborar o desmentir lo que digo. Pero algo recuerdo; por ejemplo que tú, estimada Rocío, diste a entender que no estabas segura si hubo o no esos actos demenciales e inadmisibles; dijiste, si no me equivoco, que el Poder Judicial se encargue de comprobar tal cosa. Repito: me pareció excelente la intervención del general en esta entrevista, pero no porque me "encante"; sino porque en su condición de militar puso de manifiesto -como casi siempre- la suficiente mesura, a pesar del volumen de su voz que, en estos tiempos de inclusión y algunos "ismos" reivindicatorios, no debiera asustar. ¡Un abrazo!” 


• Julio Carmona puso lo siguiente: “Por último, no veo porqué hay quien califica -de manera reiterada- la opinión de Bernardo como independiente. ¿Acaso las demás no lo son? Todos opinan con independencia. Y todos están comprometidos, ya sea con uno o con otro lado de la cuestión. Decir que Chiabra estuvo excelente es también una forma de comprometerse, con independencia pero compromiso al fin.”
 


• Mi respuesta: “¿Eso es comprometerse, estimado Julio? No, hermano. Decir tal cosa es -y te lo digo con todo respeto- algo extremadamente descabellado. No es así; es, más bien, muestra de independencia, ¿sabes por qué?, porque la independencia le da a la persona la capacidad de ver lo que otros simplemente se niegan a reconocer porque creen que pueden "chocar", digamos (hablo en líneas generales; no me refiero a determinadas personas), con el "comité central", mejor dicho con los dogmas, pautas, cánones o consignas, que les dicen esto: "todo lo que encuentres en el enemigo es malo; solo lo nuestro es la verdad". El problema está, amigos, en que parece sumamente arraigado el criterio, la teoría o la creencia de que todo es dual: bueno/malo; alto/bajo; blanco/negro; izquierda/derecha...Y la verdad es que las cosas no son así. En la entrevista de hoy en la mañana pasó lo que Luis Santillana dice; yo quise decir lo mismo en mi comentario, pero por aquello que algunos podrían definir como "delicadeza pequeñoburguesa", preferí solo referirme a la calidad que puso de manifiesto el general Chiabra. Rocío (espero que no se moleste) no mostró condiciones adecuadas como defensora de los derechos humanos. Yo, todos, coincidimos con ella en este propósito; pero no por el hecho de estar en su orilla tenemos que sentirnos como obligados a no darnos cuenta de sus falencias. Así de simple es la cosa. Algo más. El tener una posición marcada, de izquierda o de derecha, aparentemente es efecto de independencia, una ubicación buscada o decidida voluntariamente.Aparentemente. No lo es, sin embargo. Y el hecho de que no sea muestra real de independencia el inclinarse para uno u otro lado no es malo; es legítimo y casi siempre conveniente. Pero, más que por imperio de la voluntad, se da por una "natural" vocación a eso que Ortega y Gasset llamaba "secuacidad": el "necesitar" adherirse a una persona, a un grupo de personas, a una teoría, a una religión, etc. que, digamos, encandila, persuade, convence, por su aparente o real superioridad. Yo, modestamente, trato de no estar allí. Una cosa adicional. Militares/terroristas. Pareciera que hay quienes asumen como verdad esto: que terroristas es sinónimo de seres humanos, con pasiones, esperanzas, buena fe y derechos; y que hablar de militares es igual a hablar de "Estado", de "poder" y, claro, de crimen. Los militares, entiéndanlo amigos míos, en una circunstancia como aquella que se dio en la residencia del embajador japonés no son precisamente "parte irracional y perversa del Estado"; son seres humanos con emociones y temores. Son exactamente iguales, en conformación somática, psicológica, emocional, espiritual, moral, a los muchachos que, con arma en mano, seguían estúpidamente a Serpa Cartolin, seguidor también del ex aprista Polay. La diferencia ya la conocemos: el propósito de la presencia de estos dos grupos en ese lugar obedecía a motivaciones completamente opuestas. Y díganme si la de los emerretistas no fue una voluntad criminal; y si la de los militares, por el contrario, lo fue. Los terroristas buscaban destruir, asesinar; los militares tenían otra misión: salvar vidas. Y díganme otra cosa: ¿fue una guerra? A mí me conmovió y sigue conmoviéndome lo que pasó en ese lugar. Ver a Fujimori caminar orondo y sonriente en medio de cadáveres regados por las escaleras, generó en mí sentimientos de rabia y dolor; hasta derramé unas lágrimas, lo confieso. Conocer lo que le ocurrió al "Comandante Chizito" (el coronel Juan Valer), igual, fue un golpe duro para mí, doloroso. Pero -¿saben una cosa?- comprendí que eso no fue una guerra. Y, de una vez por todas lo digo: poner en la picota a los militares que, nos guste o no, llevaron a cabo un operativo de rescate que, incluso con metidas de pata, fue ejemplar, me parece, simplemente, una demostración más de que el Inca Garcilaso tenía razón cuando dijo que el Perú era la madrastra de sus hijos. ¡Un abrazo, amigos!”
 


• Manuel Mosquera intervino: “Acabo de ver, gracias a la gentileza de Bernardo, el debate y en verdad le faltó nivel, tino y carácter a Chío, no sólo se dejó apabullar sino que no defendió como debería ser este caso e incluso hubo momentos en qué se corrió de dar respuesta. le faltó mayor muñeca y tener una estrategia de debate.”

 • Julio Carmona nuevamente: “No, Bernardo, en tu comentario inicial no te referías a eso. El hecho de que Rocío se dejara apabullar por sus dos oponentes, no quiere decir de ningún modo que ellos estuvieran bien, ni mucho menos que uno de ellos (el más facho) estuviera excelente. Y, además en tu primer comentario, no mencionas para nada a Rocío. ¿Cómo puedes decir en tu último comentario que lo que quisiste decir fue lo que afirma Manuel Mosquera. Hay una gran distancia entre tu "comentario inicial" y lo otro.”



• Finalmente yo: “Ya lo dije, Julio. No mencioné a Rocío por aquello de la "delicadeza pequeñoburguesa". Por ello es que, para marcar la diferencia, resalté la participación de Chiabra. Por esa "delicadeza" es que no dije al principio, por ejemplo: "Rocío no la achuntó". Pero apuntaba hacia eso después de ver que todo el mundo "se rendía a sus pies" diciendo "qué buena has estado" y cosas así. El propósito mío no fue precisamente alabar a Chiabra, sino aludir a las carencias expositivas o de polemista de Rocío”.


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domingo, 25 de diciembre de 2011

SIN "IMPULSO DE SECUACIDAD"

Cuando digo que estoy solo no quiero decir que la soledad me acompañe. Digo solo porque actúo y pienso sin sectas ni partidos. Libre. Sin dogmas, consignas, pautas, mandatos, ni recetas. Libre. Libre de aquello que Ortega y Gasset llamaba el "impulso de adhesión, de secuacidad".

Carecer de impulso o espíritu "de secuacidad" nos otorga lucidez y nos hace capaces de ver las cosas sin apasionamiento. Por ello, por ejemplo, puedo decir -sin temor a equivocarme- que soy el único que pudo darse cuenta de lo que era Humala y debido a ello es que, ahora, no me siento decepcionado por lo que hace, pues supe hacia dónde apuntaba. Y, como ustedes saben, amigos, yo no voté por él esperanzado en que su gobierno iba a llevar a Palacio el "poder popular"; lo hice solo para evitar que saliese elegida la señora Fujimori. Mientras muchos, prácticamente todos los amigos izquierdistas, se rasgan las vestiduras y se lamentan por su ingenuidad y asumen que el comandante "ha cambiado", yo digo que no es eso lo que ha pasado; que Humala sigue siendo el mismo: lo que ha quedado atrás es el discurso, nada más. Y, como bien sabemos, el discurso es solo un recurso y, en este caso, cumplió su fin y por eso ya fue: convencer y ganar votos. Lo que dije el 2006 y durante la última campaña ahora solo se ha ratificado. Es que, ¿saben una cosa?, los militares no han sido formados para hacer la revolución; mucho menos quien se ha educado en un hogar con tendencias "étnicas".

Pensar sin espíritu de secuacidad es, repito, pensar en libertad y, eso, racionalmente; no porque las fórmulas teóricas del "comité central" lo mandan o porque la simpatía o la antipatía de la persona respecto de quien se piensa nos enceguece. Repito lo que dije hace algunas semanas: Ni izquierda ni derecha. Inteligencia, inteligencia. Eso es lo que nos hace falta.

Aquí lo que puse en mi muro días atrás: "Ver donde otros no ven, o lo que otros no ven, no es cosa del otro mundo. Es cuestión de ver únicamente, así de fácil; ah, pero para ello es recomendable emplear la mirada y dejar de lado las anteojeras. Apasionarse en la vehemencia, no en el odio ni en el fanatismo. Ser tolerantes, pero no tontos. Ser perspicaces, no adivinos. Ser claros. Ser decentes. Respetar."

viernes, 23 de diciembre de 2011

UN GOBERNANTE DEBE SER PRUDENTE

El Presidente Humala en declaraciones a un periodista boliviano ha dicho que respecto del tema referido a un posible indulto a Fujimori él no puede pronunciarse mientras no haya un pedido en ese sentido; ha dicho que solo puede hablar "de hechos concretos".

He leído por ahí que califican de dubititativa a esta respuesta. No es dubitativa. Un presidente debe ser responsable en lo que dice públicamente y, sobre todo, cuando se trate de tomar una decisión, basarse en hechos reales. Eso es lo que ha dicho, con claridad, Humala. Que haya metidas de pata o acciones que nos disgusten no significa que no debamos o no podamos reconocer los aciertos: esta respuesta es acertada.

Ojo: como ya se habrán dado cuenta, yo no soy precisamente un simpatizante ni menos seguidor de este gobierno. Pero, aparentemente, hay quienes están predispuestos (creo que hasta con oráculo incorporado) para encontrar motivos de indignación o, eventualmente, de aplauso anticipado. Ah las anteojeras!

Alguien ha dicho que Humala, en este asunto, no es "proactivo". En temas como este del indulto, amigos, ser proactivo no es anticiparse irresponsablemente a un fallo, a una decisión, que debe darse, sí o sí, solo si hay una solicitud de por medio. Ser proactivo es, básicamente, tener capacidad de iniciativa para hacer las cosas y, sobre todo, hacerlas bien. La respuesta de un presidente, en casos como este se da, se debe dar, con un sí o con un no, no ante la pregunta anticipada de un periodista, sino ante la solicitud de la parte interesada. Y esta respuesta, es decir, la decisión que se tome tiene que ocurrir rotundamente pero a partir de una muy cuidadosa reflexión: analizar las razones del pedido, asegurarse de que las condiciones que el beneficiario potencial presenta son convincentes, compulsar incluso los "pros" y los "contras" en el aspecto político (en otras palabras: "le conviene o no le conviene a mi gobierno y a la estabilidad democrática del país"). Y, sobre todo, es una decisión constitucional y moralmente propia del presidente como individuo. Y no tiene que haber precisamente, como equivocadamente se afirma por todas partes, razones de carácter humanitario o de otra índole para que el presidente estampe su firma en el documento correspondiente. Es decir, nos guste o no, incluso podría darse, tras admitir una solicitud, por simple "capricho" presidencial. La Constitución Política le da esa facultad, esa potestad; es su derecho.

A muchos les parece, a mí también, algo arbitrario, inadmisible, pero es así, pues. Lo demás es un tema hepático, de indignación, etc., etc. No de Derecho.

"Ah, pero este no es cualquier caso; se trata de un reo condenado por crímenes de lesa humanidad", agregan. La calidad o laya del reo o de sus delitos, por más graves que sean, no puede ser motivo para que un presidente meta la pata con declaraciones irresponsables dadas con una innecesaria e imprudente anticipación.

Es la decisión que en su momento tome, la que debe ser cuestionada. Querer aplaudir o cuestionar a un presidente anticipadamente es, como ya lo dije, estar predispuestos a la indignación o el aplauso cuando la actuación aún no ha comenzado: "Ya sé lo que vas a hacer, so desgraciado, por eso te maldigo!" o, de otro modo: "Qué bueno, te felicito hermano, porque estoy seguro de que tu gobierno va a ser bueno."

Mirar donde no hay y encontrar lo que no existe, es adivinación. Y negarse a aceptar lo que es evidente, es tener anteojeras.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

¿LA INCLUSIÓN DEBE EXCLUIR A LOS EVANGÉLICOS?

Que la señora Ministra de la mujer tenga su propia creencia religiosa no me preocupa y, por cierto, me parece que no debe ser motivo de burla y mucho menos razón para que algunos (o muchos, tal vez, de nuestros amigos "progresistas") insinúen que debe ser proscrita o vetada. No, no, no. Para nada. Un Estado laico no es -entiéndalo bien, amigos- una estructura política, social, jurídica, administrativa, en la que no puedan caber los creyentes; no es dominio ni privilegio de los ateos. Si tenemos que cuestionar, criticar o rechazar (y hasta vacilarnos, porque esto también es parte del uso democrático) algo que tenga que ver con un ministro o una ministra, es su actuación como tal y el propósito que pueda animar a su actuación. Si hace bien las cosas, bacán: aplausos. Si trastabilla, si culpa a las humildes madres de un comedor popular por las torpezas de la burocracia, si propone y dirige medidas que colisionen con los intereses de la población vulnerable, si mete la pata y comete delitos, caballero nomás: rechazo sin medias tintas, sea cual fuere su religión. Mientras tanto, tolerancia, y no piconería.

¿Qué significado tiene la palabra inclusión en la cabeza de nuestros amigos "progresistas"? Cuando nombraron como ministra a Susana Baca, todos aplaudieron: "Qué bueno, eso es inclusión!", decían; y la ministra fracasó. Antes, cuando salió elegida congresista Hilaria Supa, todos dijeron estar regocijados: "Eso es inclusión, bravo!", celebraron. Y zapatearon, denostaron, maldijeron, cuando un periódico puso en evidencia sus carencias gramaticales. Ahora han nombrado a una evangélica como ministra y, ¡maldición!, se cayó el cielo, caracho: "Líbranos, Señor, de este monstruo!", parecen decir muchos. Y hasta se han convertido en adivinos; ya conocen, por telepatía (ojo: la telepatía tiene mucho que ver con la paranoia), qué es lo que va a hacer en su gestión y, así, ya anticiparon sus falencias. ¿Paradoja, contrasentido, incoherencia, en el pensamiento y las actitudes de nuestros lúcidos apóstoles de la inclusión? No, nada de eso. Solo intolerancia y algo de insolencia.

MAGISTRAL!


Frente a la testarudez de algunos personajes en Cajamarca, lo que acaba de ocurrir en Conchucos (Pallasca) es un ejemplo a seguir. El Gobierno y la Comunidad han firmado un acuerdo para la puesta en marcha de un importante proyecto minero. En estas circunstancias adquiere vigencia lo que escribí en diciembre del 2007: "Una importante empresa minera ("Magistral") estaría por iniciar dentro de poco sus actividades en la Provincia de Pallasca, posiblemente en Conchucos donde se sabe que existe un ingente yacimiento de Molibdeno y Cobre. Esta trasnacional que, según se dice, registra operaciones de mayor magnitud que Antamina y Barrick, encontraría dificultades motivadas por la oposición que se funda en preocupaciones de carácter ecológico. Es cierto, la explotación minera ofrece un riesgo irreversible al medioambiente, siempre que no se adopten las adecuadas medidas del caso. A estas alturas, con el auxilio de la teconología y las obligatorias precauciones es posible reducir al mínimo los efectos perjudiciales. Esperamos que sea así. Y que, más bien, esto que ya está anunciándose redunde en el bienestar de las familias pallasquinas que tanto lo necesitan. Hay que mirar con ojos alimentados por la lucidez y la esperanza y no con anteojeras ridículas que a nada bueno conducen. Pero, eso sí: a ponerse las pilas y los pantalones si de defender los recursos se trata (ojo: defenderlos no significa rechazar su explotación, sino que esto se haga en un marco de justicia). La dignidad, finalmente, debe estar por encima de todo. Es nuestra modestísima opinión." Un abrazo y felicitaciones, a los paisanos de Conchucos y pampas!

sábado, 17 de diciembre de 2011

NUESTRO REGALO DE NAVIDAD

¡Feliz Navidad! Esta es la bella frase que, emocionados, solemos decir, junto a un efusivo abrazo, a nuestros familiares y amigos, a partir del momento en que el reloj de la casa indica que son las doce de la medianoche. Y, claro, ese deseo es expresado con auténtica sinceridad y mucho, mucho cariño; al menos así es en la generalidad de los casos pues, por cierto, no falta una que otra hipocresía por allí. 

 

Usualmente, si el equipo estéreo no está encendido, es el televisor el que, solemne y majestuoso, nos acompaña con una musiquita suave como caricia, casi siempre “Noche de Paz”, tocada por una orquesta sinfónica o cantada por un coro infantil. Afuera, algunos cohetones y rascapiés y luces de bengala y, claro, niños mataperros que, con ganas de fregar, no pierden ocasión de reventar una que otra “rata blanca”. Todo es alegría, sin embargo. La mesa está poblada de unas delicadas copas de cristal con vino espumante; al centro un panetón cortado en una docena de tajadas y, delante de las sillas bien ubicadas, rebosantes tazas de chocolate. Si las vacas flacas (casi vitalicias las condenadas) pudieron ser reemplazadas por vacas gordas, el pavo horneado en la panadería de la esquina también formará parte, sí o sí, de este cálido paisaje de entrecasa, con puré de manzanas, por supuesto. La ventana, con las cortinas corridas, muestra a la calle, desde hace algunos días, filas de luces intermitentes, dispuestas en caprichosas formas: estrellas, arbolitos, flores...

 

Todos, padres, hijos y abuelos –si es que los hay- están o, mejor dicho, dicen estar felices. No es para menos. Es la Fiesta del Amor, pues. Y hay que celebrarla como Dios manda, sin excesos. Pero, eso sí, que los niños no pongan límite a su regocijo porque, claro, para ellos es, especialmente, la Navidad: ellos representan, según se dice (y hay mucho de verdad en esto), al niño redentor de hace dos mil años que, ahora de porcelana y medio patas arriba, reposa en el nacimiento colocado en una esquina de la sala con Virgen, con vaca, con burro y más. Ah, y aquí están sus regalos: carritos, pistolas, pelotas, etc. Lo que, y lo digo sin resentimiento ni pena, no recuerdo haber tenido yo en mi infancia.

 

Es que en mi tierra, Pallasca, la cosa era distinta. No había panetones, entonces, y, creo que tampoco carritos, pistolas... como los carritos y pistolas que hay ahora. Pero, valgan verdades, todo era, como dicen los muchachos de estos tiempos, bacán: ternura a manos llenas, candor a flor de piel, felicidad. 

 

Me parece, si mal no recuerdo, que se celebraba alguna misa a veces (la "de gallo", naturalmente); digo a veces. porque el cura casi nunca paraba en mi pueblo pues casi siempre estaba en algún otro distrito donde, sin duda, la gente era más dadivosa a la hora de la limosna (y, probablemente, en otras horas también). 

 

En algunas casas se armaban hermosos y nutridos nacimientos. Mi padre me contaba que el más grande, original y bello era el que hacía muchos años confeccionaban en su vivienda las medio beatas hermanas Monzón. Yo conocí los de doña Valentina, antes de llegar a Santa Lucía, bajando hacia la Calle Grande; de doña Victoria, al costado de la Casa Parroquial; de don Alfredo, a la derecha del “Chorro”, hacia abajo; y en Santa Lucía, de doña Paquita... Aparte de esos papeles gruesos de costal de azúcar, estrujados y manchados de verde y marrón para tener la apariencia de cerros, lo más notorio (aparte también de las ovejitas o “guachitos” y otros adornos), eran las achupallas y el musgo los que ocupaban lugar preferente y contribuían con el conveniente y significativo toque serrano y, digamos, ecológico. 

 

Estos nacimientos, en la noche del veinticuatro, eran visitados por los “viejitos” o “pastorcillos”, grupos de chiquillos y también no tan chiquillos, vestidos cada uno con poncho, sombrero y máscara de pellejo de carnero, cargando gatos o comadrejas (a las que llamábamos “huaygush”) disecados, y que bailaban al compás de sonajas hechas con latas de leche Gloria o de Nescafé y piedrecillas y cantaban animados y pegajosos villancicos de la selva: “Niño Manuelito, qué te puedo dar: rosas y claveles para deshojar...”. No faltaba algún palomilla (pienso ahora en nuestro entrañable “Joke”) que, con infantil picardía, se atreviera a modificar la letra, diciendo, en lugar de “rosas y claveles”, “una lata de habas, que te haga...”; las carcajadas, obviamente, no se hacían esperar. Los dueños de casa, casi siempre tolerantes y bondadosos (con bondad cristiana, claro está), les invitaban chocolate caliente y bizcochos. 


Ah, les cuento: Yo también, alguna vez, fui “viejito de navidad” y formé parte de un grupo entusiasta de chiquillos organizados en la casa de doña Manuelita Paredes, en la Calle Grande. Ataviado como correspondía, subí cantando con los demás por la calle de don “Lonsho” Pinedo hacia la Plaza de Armas y, claro, agitando la lata convertida en sonaja, pero sacudiéndola, creo yo, con demasiada fuerza, porque en un momento del festivo desplazamiento la lata terminó destapándose violentamente, dejando caer todo su contenido al suelo, entre las piedras irregularmente colocadas en la medio empinada vía. Mis compañeritos del grupo soltaron una incontenible carcajada que avivó aún más la vergüenza que sentí en tales circunstancias. Sin embargo -debo confesar- aquellas carcajadas y mi bochorno,  nada tuvieron que ver con el hecho mismo de haberse abierto inesperadamente la lata y derramado su contenido, sino porque los demás niños, por culpa de mi torpeza, constataron que ese contenido no era –como se acostumbraba- un puñado de guijarros, sino ¡de alverjas secas! que mi padre había colocado en la bendita lata, creyendo, tal vez, que así resultaría “más decente”.

 

Continúo. Pasada la medianoche había que irse a dormir. Ah, pero antes de las seis de la mañana del día siguiente el ritual era impostergable: levantarse y acudir al balcón de la sala. Es lo que hacíamos mi hermano Jorge y yo. Antes de acostarnos habíamos dejado allí nuestros zapatos, esos cómodos e inolvidables “chancabuques” que nos hacía don “Lonsho” Pinedo, el querido zapatero del pueblo. Y, ¡oh maravilla!, al levantarnos muy temprano y darle una mirada al balcón, comprobábamos dos cosas: que Papá Noel existe y que esa noche nos había visitado, generoso. Alegría ingenua y abundante. ¡Una, dos, tres, cuatro, cinco monedas de a veinte! Nuestros ojos se iluminaban como el brillo de la nieve de Ogopito con que don Rafa Acosta y don Diego Baltodano preparaban en junio los helados y raspadillas. Ya teníamos nuestro regalo de Navidad, modesto pero suficiente para comprar bolitas de cristal en la tienda de don Víctor Alvarado o galletas de soda en la de don Pancho Nina. ¡Para qué pistolas, para qué carritos! 


Pero, abusivos, ¡cómo no!, mi hermano y yo en las tres o cuatro noches siguientes volvíamos a dejar los zapatos en el mismo sitio, el balcón de la casa. El "viejito de blanquísima barba y botas negras" seguía bondadoso pero, claro, iba reduciendo la dosis de pesetas, aquellas pesetas de nuestra felicidad navideña, sin que por ello disminuyese la alegría que sentíamos. 


(Este Papá Noel era realmente un papá bueno. Lo fue para nosotros. Jamás lo olvidaremos. Nos hizo mucho bien).


viernes, 16 de diciembre de 2011

@.com


Tras destapar el tarro de Nescafé
comprobé que no tenía que esperar
como el coronel, sin octubre instalado en el patio,
pues ya alguien me había escrito. Eras tú:
guión bajo@punto com.
Y, nada, tras un clic, yo, que TKM,
te respondí al toque por celular con un mensaje misio
esperando coincidir más tarde contigo en el chat
mientras pienso en tu sonrisa metálica,
equina,
esa de los braquets con estrellitas
que, botada tú, muestras a los cuatro vientos
como signo exterior de carencias.
Pero, por ahora,
caballero nomás, con un vaso de magnesol
escamoteo la maldita depre
para enseguida atragantarme con un combo chatarra,
antes de que llegue la hora
en que, presurosa y displicente,
amorosa e inocente,
ingreses en la cabina
llevando en la mano tu imprescindible bolsita
casi vacía de la boutique "Platanitos"
y yo vea en la pantalla tu oceánico saludo:
olas, estás?
Y yo,
por supuesto, antipático e imprudente,
viejo verde y soñador, :),
estaré X100pre como un spam
entre tus ojos iluminados de cámara web
contagiándote mi alegría de oreja a oreja
en un emoticón de paréntesis cerrado sin
haber sido abierto,
o disparándote un beso a través del Skype.
Hasta que un clic
me recuerde que la soledad, viva y cruel,
ya no es un desierto
ahora es un bosque.

jueves, 15 de diciembre de 2011

MUNDO ENGAÑOSO

Por falta de ataúdes algunos cadáveres tuvieron que ser enterrados envueltos en mantas, nos contó don Mesho Aguilar aquella vez cuando, casi niño aún (creo que en primer año de secundaria), estuve en su casa con mis profesores Moisés Porras y Mercedes Málaga, invitados para tomar un lonche. Habíamos llegado a Conchucos en una “excursión” que nuestro colegio, el Municipal Mixto San Juan Bautista, organizó como una suerte de “tour” por diferentes pueblos de la provincia (Lacabamba, Conchucos, Conzuzo y Pampas). En Conchucos, la tierra de nuestro inolvidable anfitrión, estuvimos dos días, insuficientes para conocerlo todo, pero bastantes para quedarnos prendados de la bondad de su gente. Muchos años atrás, siguió contándonos, un terremoto -como ocurre con las epidemias- se ensañó con la población más pobre. Es lo que suele ocurrir, pues, en nuestros países (¿se acuerdan de aquel tondero de Oscar Avilés en el que dice que “la gripe llegó a Chepén, ya llegó…?). Conchucos no es un pueblo pobre precisamente, pero es un pueblo peruano. Acaso más que su relativa opulencia material lo valioso que allí podemos encontrar sea el lado espiritual de los conchucanos. No me cabe duda: son gente buena. Allí nació don Alonso Paredes, historiador sin formación profesional especializada, pero cuyo aporte –sustentado en su entusiasmo y amor por nuestro pueblo- es el habernos hecho conocer parte importante del glorioso pasado de Pallasca. Allí nacieron también Atilio y Adalberto Oré Lara, uno maestro y poeta, y el otro gran compositor de música criolla. Es el lugar donde vieron por primera vez la luz Ovidio Oré, uno de nuestros más talentosos fotógrafos, y Raúl Cardoso (“Reutilio” para sus más allegados), profesional de la salud con sentimiento de artista; y, claro, también “Fonsho” Aguilar, ingeniero y escritor, y Ricardo Paredes Vasallo, poeta y filósofo. Entre las víctimas de la epidemia, continuó don Mesho, una familia del lugar vio, con inmenso dolor, que también su hijo, de unos cinco años, se iba. O, mejor dicho, ellos mismos lo llevaban a enterrar. Pero nuestro Señor de las Ánimas es milagroso, enfatizó don Mesho no sin antes barrernos con una mirada pícara. Ocurrió que, en el trayecto al cementerio, los llantos moderadamente melodiosos de los deudos, abruptamente se convirtieron en sorpresa, al principio, y en alegría, después. Este muchacho de miércoles en realidad no estaba muerto; solo había sufrido una suerte de catalepsia o algo así. Y, como suele acontecer, pasado el paréntesis febril, la crisis, ¡despertó! Además de la manta que lo envolvía, terminó siendo cubierto por abrazos y besos. La vida retornó a su normalidad y el río, límpido, continuó alimentando el valle. El casi muertito fue creciendo. Pero -¡no faltaba más!-, como consecuencia de aquel suceso, su nombre también creció. Al que le pusieron en la pila bautismal, sus amigos le agregaron este otro (díganme si no es realmente significativo y pintoresco): “Mundo Engañoso”. Y, aunque parezca mentira, les aseguro: es la puritita verdad. También el mundo a veces miente. ¡Palabra de don Mesho, caracho!

© Bernardo Rafael Álvarez

lunes, 12 de diciembre de 2011

DEJO EL "TAL VEZ" EN EL BAÚL Y DESDE AHORA ESCRIBIRÉ "TALVEZ"

La Real Academia Española consagra como expresión culta el siguiente par de palabras que hemos convertido prácticamente en inseparables y usamos como locución adverbial, "Tal vez", con el significado de ‘quizá", "acaso". Y el adverbio (la palabra) propiamente dicho (de duda) "Talvez", es reconocido tan solo como de uso americano. Así lo dice el Diccionario Panhispánico de Dudas: "En América se emplea ocasionalmente la grafía simple talvez, aún no asentada en la norma culta". Prácticamente todos usamos "Tal vez"; es decir, dos palabras para reemplazar "quizá", "probablemente", "posiblemente", "de repente", "puede ser", "a lo mejor", "quién sabe", etc. Pero, gramaticalmente, creo que sería válido aceptar que se trata de un uso extremadamente absurdo. ¿Qué tiene que ver "tal" con "vez"? ¿Existe alguna relación razonable entre el adjetivo "tal" y el sustantivo "vez", que justifique la significación adverbial que le atribuimos? Pienso, sinceramente, que no. Creo que aquí la legítima arbitrariedad de la lengua se desbordó con todo, pues, originando aquello que se conoce como "idiotismo". Por ello, yo, desde ahora, estoy dispuesto a escribir como escribía mi padre, empleando una sola palabra: "Talvez". Porque esta, por ser una sola palabra, tiene todos los atributos (aunque la Academia no la considere "culta") para sobrevivir como un adverbio cabal; pues, aunque la explicación etimológica nos indique que ha sido formada por una conexión descabellada de dos voces que unidas, literalmente no dicen nada (generan un sinsentido) lo que importa es el verdadero significado que, como unidad, como vocablo, ya le hemos dado, en el uso, con todo derecho en nuestro Continente. Y este uso debería, con toda legitimidad y derecho, imponerse. No interesa cómo se ha formado; lo que importa es su significado y el valor que le damos, repito, en el uso ¿Se puede seguir escribiendo "tal vez"? Sí. ¿Es reprobable hacerlo como una sola palabra? No. Tiene, repito, todos los atributos de un vocablo que merece ser considerado culto; es un adverbio absolutamente válido. Y hace bien la Ortografía de la Lengua Española al considerarla como una grafía "también válida" (ya es un avance).

domingo, 11 de diciembre de 2011

LAS NO FALSAS CONTEMPLACIONES DE PAOLO ASTORGA


No obstante su juventud, o tal vez gracias a ella, desde hace un buen tiempo Paolo Astorga viene desarrollando con inusitada intensidad y vehemencia una importante labor creadora y de difusión poética. Es estudiante de Literatura y Lengua Española en La Cantuta, tiene veintiún años de edad y hace dos dio a conocer -publicado en edición electrónica (léase: disco compacto)- su primer poemario, “Anatomía de un vacío”, que es un conjunto de breves textos bien escritos a través de los cuales se deja notar un justificado desencanto frente a una realidad, la que vivimos, que hiere la conciencia. Usando el valioso recurso que ofrece la Internet, presentó dos antologías, “La voz del Mundo” (2006) y “Una voz en el abismo” (2007), y edita y dirige la revista digital “Remolinos”. Ahora, por el mismo medio, pone ante nuestros ojos “Sin llegar a lo invisible”, su segunda colección de poemas en los que Lima es una ciudad con esquinas tumefactas por las que camina arrastrando un cuerpo herido. Poesía -o cuadros de una exposición- expresionista: “…un perro que expectora las siluetas acribilladas bajo un poste embarrado de saliva”. Poesía crispada donde la luz / es un ojo que sangra, y donde esta desolada generación tiene que asumir, irremediablemente, aquello que es una crónica certeza: el charco incólume, la patria durmiente. Este joven, sensible y lúcido poeta nació apenas un lustro antes de que se detuviera el flagrante drama de la violencia que lastimó con su infamia el corazón de nuestro pueblo; sin embargo, aunque ha logrado callar la enfurecida memoria de los pinos y los periódicos exponen nuevos titulares desgastando todas las memorias, no puede dejar de reconocer que aún hay papeles manchados de sangre y dinamita que como azules bestias marchitando una palabra son, al fin de cuentas, el testimonio y el estigma que, aunque no podamos eludir, no han de destruir la esperanza ni los sueños. Astorga lo dice enfáticamente: “no hay nadie arrodillado / aceptando su derrota”. Eso se llama optimismo, “buena onda”. Puedo, por ello, decir que esta desolada generación a la que pertenece y por la que habla y escribe nuestro joven poeta cantuteño, tiene la frescura de la alborada, y esto es bacán, señores: “fui feliz, comí un helado, burlé la muerte, fui cielo estrellado…”. Y, a pesar de todo lo adverso, nos informa que Lima, la horrible Lima, ha vuelto a ser la extraña humedad de un beso”. Es decir, el poemario de Astorga, que no es –me atrevo a contradecirle- el de las falsas contemplaciones, sabe a infierno y huele a cielo. Al admitir esto debemos aceptar o, mejor dicho, hacer caso al mandato que, parodiando al autor de 5 metros de poemas, nos espeta: “prohibido estar triste”. Con regocijo, entonces, tengo que decir que me gusta la limpieza sin embustes de su poesía (“Alzo mi mano y me destruyen los buitres, / Sabes que aún te espero / Pero igual cierra tu boca / Cuando veas mi rostro esperando una respuesta / Un sueño, una absurda soledad tratando de brillar en el vacío.”), y que, por ella, bien vale un brindis (claro, con pisco o grog; el frío desquiciado de nuestra ciudad obliga). ¡Salud, poeta!

Lima, 25 de agosto del 2008

MUSICA QUENA ALMA LAGRIMA VIVA: LA POESÍA DE ROGER SANTIVÁÑEZ*



Coloquialismo de sala y vereda (“Pateando latas”). Poesía básicamente urbana en la que se escucha la respiración medio indiscreta de Pound y el casi afónico vozarrón de Hinostroza; el lado lírico de Hora Zero, que aparece vigoroso pero sin estridencias; la iniciación sexual, adolescencia que comienza a caminar fuerte. Todo eso -y más- creo ver en Antes de la muerte (“el lugar duraba lo que una vuelta de bicicleta”), publicado en 1979, en Homenaje para iniciados (“la usura” / le oí decir una tarde…”) que apareció en 1984), y en El chico que se declaraba con la mirada (“La fijeza del falo contra el espejo de una mujer desnuda”) que salió a la luz en 1988. Allí, en esos tres poemarios, se pone de manifiesto, creo, la primera etapa de la poesía escrita y publicada por Róger Santiváñez, el nieto de Dolores Morales.

La segunda se inaugura con Symbol (1991), que “está escrito en peruano” o, más precisamente, con “la filuda punta de esa lengua” (“Rosa roja de mi pukto corazón álzate calata”). Aquí, Santiváñez descorre el “tapasol” y saca su cara rechoncha por la ventana; es el asomo rotundo, auténtico, de este poeta nacido en Piura hace cincuenta y dos años. Es, diría, el libro precursor, libertario, donde “la palabra se funde con el viento”. Con todas sus lecturas y vivencias, pero solo, comienza a trabajar –como declararía diecisiete años después - “de acuerdo a los sonidos, al fraseo musical”. Porque sabe que -si a algo se la puede asociar- la poesía es eso: música. Lo dice en la dedicatoria a Rosa: “este es mi cuaderno músico”. Sin embargo la materia innegable, intransferible, inconfundible de la poesía es la palabra; ella le da sustento y habitación. ¿La poesía qué es? Es “un texto contra el mundo”, responde Santiváñez en un poema cuyo título es “Guerra”; pero aquella preposición -“contra”- no se refiere a una actitud bélica, sino simple y llanamente a la asunción heroica de una identidad (con el mundo y… a pesar del mundo). Symbol, comienza a ocuparse, con aplomo, de aquellos “movimientos no dichos”.

Esa identidad y, en buena cuenta, el desborde de la autenticidad poética de Santiváñez acontece, sin embargo, en el más breve de sus poemarios: Cor cordium (1995), que “es la historia de un hombre solo / Cuyo oficio es la Poesía”. Aquí, el ejercicio poético es un trabajo que se realiza indistintamente en las altas cumbres y en los bajos fondos. Aquí, todo está dicho y no dicho al mismo tiempo. La belleza (“Es solo la floración del señor”), la poesía (“es efecto de la causa”), el amor (“Soy feliz cuando pienso en tu amor”), la escatología (en sus dos acepciones: “El mundo sepa de la He- / Catombe final”, “El poeta hacía caca en el bacín”), coloquialismo (“Un día antes de la Madre Putria”), el sexo (“a mí lo que me placía era enseñártela”); César Vallejo (“el lagrimal trifulca”), Luis Hernández: (“El Señor firma sus obras / Con letra de primarioso”)... Música sinfónica, Jazz y Rock (sí, pues, música), todo junto en trece poemas más un Envío.

Santa María, libro que es publicado unos años después, en el 2001, pareciera (excepto los poemas Loli y Yovera) haber sido escrito antes de Symbol. Es una bella, bellísima, inmersión sin escafandra en la intimidad familiar (“La casa es una vieja costumbre”). Está allí el Róger nacido en Piura, el hijo de su madre, el de la socialista adolescencia, el que le lleva versos de regalo a su hermano. Lo íntimo, familiar, cotidiano, es, en realidad, el hilo conductor o el bajo continuo que está presente en toda la poesía de Santiváñez.

Contrariamente a lo que insinúa el título, un libro que no tiene nada -o casi nada- de místico -en el plano religioso, quiero decir- es Eucaristía (2004); tampoco muestra aquello que se entiende como “acción de gracias”. Pero quizás -porque la poesía en esencia lo es- podríamos emparentarlo con la idea de transustanciación (algo así como la conversión del pan y el vino en… poesía), lo cual nos llevaría a aceptar, en este caso, lo místico por el lado del “misterio o razón oculta” que corresponde a otra de sus acepciones.

En Labranda (2008) está la autobiografía de Róger Santiváñez (en 4 estaciones, como Vivaldi). La autobiografía literaria o poética o, mejor dicho, escrita en poesía. Con palabras de Miguel Casado, autor del epígrafe, nos dice que “ha ido haciendo historia / de estas cosas” y que ahora le miran “como un lugar interior”. Y para que no quede duda, de entrada coloca ante nuestros ojos un explícito cartel: “When I was a child / I played by myself in a / corner of the schoolyard / all alone (…) And here I am, the / center of all beauty! / writing these poems! / Imagine!” (Frank O’Hara). Una historia personal que debe ser leída -eso, pues- como poesía y no de otro modo, escritura donde son dichas “las cosas sin nombrarlas”. Poesía escrita a su manera (ya lo habíamos citado): enhebrando sonidos, siguiendo un “fraseo musical”. Puesto que, efectivamente, la poesía no tiene necesariamente que dar constancia de un hecho, no está condenada a ser prueba instrumental para acreditar acontecimientos; su principal prerrogativa es ofrecer certeza de sí misma, dar fe de su propia presencia. Esta, la de Labranda (libro dedicado al gran Juan Ramírez Ruiz), ha sido hecha a partir de la intimidad personal, las vivencias familiares y de barrio, los amores, los recuerdos y, en fin, todo aquello que borda la historia personal de su autor, las cosas simples (“los barrios bajos de la atención”, el infrarrealismo de que hablaba Ortega y Gasset); pero ahora son eso: “un lugar interior” (allí pasa el río Piura, el Rímac y su lisura, habitan los algarrobos, los chilalos y la lengua mochada e’ Filomena, Jimmy Hendrix y la yerba reunida, se escamotean las memorias de la niñez…) que se exterioriza de la manera más noble y elevada: en una poesía que tiene el propio, inconfundible y no negociable sello de Róger Santiváñez, fundador de Kloaka. Poeta que escribe “el dulce canto de los pájaros / Del jardín su lindo azul sonido / Música quena alma lágrima viva”. Porque esa es su arte poética que, claro, yo celebro sin medias tintas.


                                                                                                                                                 (19 de agosto 2008)


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* Publicado inicialmente en el blog Bitacora Extraviada, el año 2008.


KARINA MOSCOSO, POETA.


Hace algunos años leí unos poemas míos en El Yacana, un bar y punto cultural ubicado en el centro de Lima; si mal no recuerdo, fue durante la presentación de un libro de Roger Santiváñez, que había venido por unos días desde Estados Unidos. Allí conocí, entre otros, a John López, promotor de eventos culturales de Barranca, y a Paolo Astorga que había publicado algunos de mis textos en su revista virtual Remolinos. Después de la lectura de poesía en la que participamos aproximadamente unos quince poetas, ingresó un grupo de rock que la hizo linda. No me quedé mucho rato. Tras conversar con algunos amigos y tomar unas cuantas cervezas, me retiré. Cuando me encaminaba hacia la Plaza San Martín sentí que me perseguían unos pasos ligeros que, adiviné, no eran masculinos. Volteé la mirada y, efectivamente, vi que se trataba de una linda jovencita que procuraba darme el alcance: “Señor, señor…!” Había estado allá arriba y me escuchó leer. Esbozó un recurso inteligente y conveniente pero innecesario en esa ocasión para abordarme, mejor dicho, inventó una piadosa mentira. Dijo que le habían gustado mis poemas y que quería saber dónde poder encontrarlos. Yo tenía en mis manos un ejemplar de “Los bajos fondos del cielo” y, por supuesto, se lo obsequié inmediatamente porque, entre otras razones, creí en sus palabras y, claro, me sentí feliz. Unas horas antes –a las cuatro o cinco de la tarde- yo había estado en una cabina de internet, y en el Messenger apareció una muchacha con la que conversé largo rato. Decía llamarse Karina y que era la enamorada de Omar, mi hijo mayor; no sé qué diablos le hablé respecto de esa juvenil relación amorosa pero lo cierto es que ella, según me confesó, al leer mis palabras por ese medio virtual, se emocionó en extremo y lloró de alegría. No sé qué habría ocurrido posteriormente pero llegué a enterarme que, unos meses después, ambos terminaron distanciándose y la relación jamás se recompuso. En fin. Cuando la chica a la que regalé mi libro en medio de turistas, caminantes y cambistas de moneda extranjera del jirón de la Unión, me dio su nombre, me sentí envuelto en una selva de misterios. Sin más ni más le pregunté a boca de jarro: “No serás la enamorada de mi hijo ¿verdad?”. “No, señor, cómo se imagina” –me contestó enfática. No, pues, era otra persona. Repito, era una linda chiquilla. Una linda e inteligente chiquilla, casi niña aún, que estudiaba literatura, que de vez en cuando “escribía algo de poesía” y que vivía en Los Olivos. Se trataba de la chica a la que unas semanas después volví a encontrar, como aquella tarde ocurrió con la enamorada de mi hijo, en el bendito Messenger, y así pudimos conversar un montón y reírnos virtualmente a punta del gramatical “Jajajajaj!”. Era la cantuteña que me hablaba, con patética, dramática y asombrosa facilidad, de la muerte y de la poesía y de “Rospindolfo” (personaje nacido de su imaginación que nunca llegué a entender de qué se trataba). Como quiera que nuestros encuentros vía internet resultaron más o menos numerosos pero esporádicos, siempre que coincidíamos la primera palabra que yo encontraba era, a favor o en contra pero de todos modos como un saludo, “turista”. Ahora, después de tantas lunas, vuelvo a encontrar sus palabras, esta vez en cuerpo y alma, y veo que ya no miente con una mentira piadosa, sino con una verdad despiadada: la verdad de la poesía. Descubro que hoy aquella verdad (la nuestra) es envuelta por el drama permanente de la realidad, porque más que las “historias tristes” lo conmovedor y asqueante es la realidad existente que la hiere sin misericordia al punto de hacerle espetar una frase incontestable: “Miento al respirar este aire putrefacto”. Poesía desgarrada y desgarradora, terriblemente veraz, escrita en este suelo “muerto de ansias, de peste, de hambre, de putas”. Es, pues, la palabra de mi joven amiga Karina Moscoso, que ahora, atrevida y bellamente, nos habla a través de este su libro que acaba de nacer, “Primera muerte inédita”; libro que me envuelve, que me involucra y me exige un compromiso: que debo ser más que un simple “turista” en este suelo contaminado de estiércol que nos reclama a todos.
Lima, 9 de agosto del 2010.


sábado, 10 de diciembre de 2011

VALLEJO, PALLASCA Y YO*

Supe que, por no más de dos ciclos, siguió estudios en alguna universidad y que gracias a ello dominaba, al dedillo, las matemáticas. Por eso lo contrataron como profesor, de tercera, en uno de los colegios primarios del distrito. Creo que no duró mucho tiempo. Algunos –medio perversos- comentaban –y, cuándo no, exageraban- que era un tanto irresponsable; decían que se acostaba tarde y no se levantaba temprano, que los amigos y el trago lo habían malogrado, y, también, que era maternalmente engreído: que al levantarse a eso de las diez de la mañana era solícita y amorosamente atendido como a un niño, con un desayuno como “de hacendado” que, entre otras cosas y como primera entrega, contenía un vaso con, por lo menos, tres huevos pasados, y, enseguida, un enjundioso caldo de gallina de corral. Tenía unos treinta y tantos años y le decían “Gato”, no sé por qué: era de piel blanca pero sus ojos no eran claros que digamos (total, en los apodos lo que prima es la arbitrariedad). Era El Gato Guille, mi tío, hermano materno de mi madre.

 

Creo que no era de leer, propiamente. Sin embargo, en una feliz oportunidad, estando en Lima le dio por comprar libros y, de un porrazo, adquirió toda una colección, fresquita aún, de Losada y con ella, además, la edición con facsímiles de la obra poética completa hasta entonces de César Vallejo, que había corrido a cargo de su viuda, la francesa Georgette, y del editor Francisco Moncloa, con prólogo de Américo Ferrari. Todo el mundo se enteró, por supuesto, y algunos comentaban y aplaudían la nobleza de ese repentino y ejemplar interés en la cultura y, como no es de extrañar, otros creían adivinar, con algo de acierto, lo inútil de la onerosa adquisición, y no faltaba quien no pudiera disimular una descabellada envidia y también una maquiavélica codicia. Eran los meses finales del año 1968.

 

Sabía de mis inclinaciones literarias y por eso, en un arranque de desprendimiento, motivado básicamente por su condición de tío bueno, me regaló algunos libros entre los que recuerdo “La serpiente de oro” de Ciro Alegría y “20 poemas de amor y una canción desesperada”, de Neruda, y –oh, alegría- me prestó lo de Vallejo.

 

Tener en mis manos ese libro me producía una sensación sumamente especial, agradabilísima, como la de quien (porque lo era en realidad) tiene una joya invalorable y, más aún, como si hubiese tenido la oportunidad de ingresar en un templo normalmente inaccesible, prohibido y soñado, al que todos quisieran llegar como una bendición. Era como estar en el Olimpo. Sentía, en realidad, placer. Pasar mi mirada por aquellas páginas en las que aparecían los manuscritos en facsímil, mecanografiados y con borrones y agregados a mano, acompañados en alguna parte de la página por un sello que decía “Propiedad de César Vallejo”, y ver las fotos (en que me parecía encontrar los rasgos de mi padre) de este poeta nacido allá, casi cerca de mi pueblo, a pocos kilómetros del cerro Parihuanca, hacía brotar en mí un sentimiento de desmedido orgullo; y creía que yo era el único en el mundo que vivía esa experiencia

 

El libro estuvo conmigo durante varios meses. El gato Guille creo que se había olvidado de él. No le importaba en realidad. Mi abuela fue quien sí llegó a poner atención en ello, y un buen día o, perdón, quiero decir un mal día por la noche, apareció en la casa, abrigada por su pañolón azul oscuro, llevando en la mano su inseparable linterna a pilas o foco, o reflector, que es como se le llamaba en mi tierra y era usado porque la luz eléctrica era débil o, como se acostumbraba decir con una palabra de origen culli, parecía muganshya.[1] Después de conversar cosas familiares con mi madre, me lo pidió y –sintiendo que algo vital se desprendía de mi ser- tuve que entregarle el voluminoso libro. Pero, gracias a Dios y a esos tres o cuatro meses que en mi casa habitó aquel huésped, gordo pero no pesado, de papel bond, tinta negra y pasta gruesa y dura, Vallejo, mi casi paisano, se quedó conmigo para siempre.[2]

 

Vallejo no solo permaneció en mí como generador de una inefable sensación de placer y de orgullo. También como enseñanza, como influjo. Creo que comencé a escribir como él. Cuando estuve en tercero de secundaria -es decir, el año 1969- en mi colegio se organizó un concurso de poesía que lo gané con un poema en verso, “Color de barro”, en el que era de advertirse la presencia del poema en prosa “Hallazgo de la vida”, del vate santiaguino. Algunos desaciertos de aquel poema laureado pude corregirlos después con el uso del lapicero “Parker” que, si mal no recuerdo, me dieron como premio,

 

Vallejo, a quien había empezado a conocer unos cuatro o cinco años antes a través de unos irregulares versos escritos por mi padre, a los que llamaba “monólogos”, y porque se decía que el abuelo del santiaguino, el cura Rufo, estaba enterrado en la sacristía del Templo de San Juan Bautista de Pallasca, me dio también algo más que el estímulo que maduró mi vocación por la poesía: me hizo más sensible, de lo que ya era, respecto de lo que es y significa el ser humano y su destino sobre la Tierra. 

 

Tengo la sospecha de que esto ocurrió con todos los que lo leyeron o, digamos para evitar un optimismo exagerado, con muchos de ellos. Sin embargo, cuando ya en 1972 me encontraba en Lima y después me hice amigo de Juan Ramírez Ruiz y de Hora Zero y esperaba lograr la amistad de otros poetas, pude darme cuenta de que más de uno decía que “no lo había leído”. Aparentemente todos leían solo a Pound, a Elliot… Se referían al poeta de Santiago de Chuco casi despectivamente: “¿Vallejo? Humm, ni hablar...”. Se trataba de una forma de matarlo pero, claro, sin lograr darle muerte; es decir, una suerte de juvenil arrebato parricida, aquella actitud que sin darnos cuenta puede llevarnos a renegar de nuestro padre y terminar aceptando la paternidad espuria del respetable vecino solo por su condición de gringo.

 

La madurez que otorgan los años, creo que logró el justo cambio de sentimientos e ideas y de perspectiva en los jóvenes poetas de entonces. Pero, sea como fuere, Vallejo –el ninguneado, escamoteado y tantas veces negado- siguió, a pesar de todo, creciendo ineluctablemente. Es –duela a quien le duela- uno de los más importantes creadores en lengua española, uno de los picos más elevados. Y hoy y siempre lo leemos, lo celebramos y nos sentimos orgullosos de él. Y sabemos que las cosas e ideas que ayer pudieron ser desatinadas, infaustas -el “fray pasado”- solo merecen aquella vallejiana expresión -que es de Santiago de Chuco y de Pallasca, mi tierra-: “Cangrejos, ¡zote!”.

 

Pero, aunque parezca mentira, hay desatinos que finalmente resultan satisfactorios y dan felicidad. Me explico. El libro con la poesía de Vallejo no sé a dónde diablos fue a parar después, pero de lo que estoy seguro es de que alguien más vivo que yo debió haber sacado ventaja material del olvido de mi tío. La compra que él hizo probablemente fue desatinada en cuanto a lo indudablemente costosa que debió haber sido y al poco o nulo provecho que le significó. Sin embargo, al menos a este medio silvestre cristiano –o sea yo- espiritualmente le dio mucho, muchísimo. Y, con la gratitud que aprendí de mis padres, tengo que reconocer, humildemente, que la pobre escritura poética mía le debe mucho al autor de Los Heraldos Negros. Al leerlo aprendí que la poesía nos permite abrir las puertas de la utopía y la libertad y entregarnos sin miramientos a la creación plena y cabal. Espero algún día poder, siquiera, intentarlo.

  

17 de marzo del 2008



[1] Tizón, pedazo de madera encendida pero sin flama. Luz tenue. 

[2] Mucho tiempo después, es decir, ya demasiado tarde para el caso, supe de esta irrefutable verdad: “zonzo es el que presta libros, pero más zonzo es el que los devuelve”

 

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* Publicado por primera vez, el 18 de marzo del 2008, en el blog Bitácora extraviada..